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Otto de Habsburgo

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A comienzos de este verano pude leer una breve noticia sobre el fallecimiento de Otto de Habsburgo, hijo del último emperador Austro-Húngaro, Carlos I (1887-1922). Y me acordaba de que en febrero del año pasado les escribí sobre los Habsburgo, en aquella ocasión recordando la muerte de la que fue su mujer, Regina. Como entonces, me ha parecido razonable que en esta web, próxima a la Escuela Austríaca de Economía, hablemos un poco sobre aquella dinastía (tan cercana también a la historia de nuestro país).

Otto de Habsburgo-Lorena heredó la legitimidad dinástica a los cuatro años de la desaparición del Imperio Austro-Húngaro en 1918. Su vida estuvo marcada por el exilio, la oposición al nacional socialismo y una acendrada vocación europeísta. Fue diputado del Parlamento Europeo por la Unión Social Cristiana de Baviera (CSU) e impulsor del movimiento Paneuropeo. A sus funerales asistió una buena representación de la realeza europea (aunque desde España solo viajó la Infanta Cristina), ministros de varios países del extinto Imperio, y bastantes autoridades de Austria y Viena. De hecho, el cortejo fúnebre desde la Catedral de San Esteban hasta la Cripta de los Capuchinos (el famoso panteón de los Habsburgo) recibió los honores del ejército de la República austríaca y las salvas de cañón correspondientes a la dignidad real.

Tengo por casa un libro suyo: Europa en la encrucijada (1954), recopilación de varias conferencias dictadas entre 1951 y 1953, más un artículo de 1942 sobre una propuesta de "reconstrucción danubiana", todavía en medio de la II Guerra Mundial. Comenzando por este último, resulta llamativa la premonición que tuvo sobre las desastrosas consecuencias de Yalta, el expansionismo soviético y la ruptura de Europa en dos Bloques. Aunque en ese momento lo que más le preocupaba era no volver a caer en los errores de 1918 ("importa más ganar la paz que la guerra"), con aquella obsesión de los aliados por desmembrar la vieja Corona Austro-Húngara. Otto proponía volver a una confederación de los pueblos del Danubio que respetase todas sus peculiaridades, pero bajo una autoridad suficientemente asentada como la del Emperador. Frente al empeño de Versalles por crear naciones artificiales sobre un argumento lingüístico, recuerda que "existen otras fuerzas… no menos importantes que la lengua. Lo son por ejemplo la geografía, la seguridad, la religión, la economía, la tradición y la historia" (p. 160). E ironiza con el absurdo reproche que se le había hecho al emperador Francisco José de haber "tratado de resolver el problema idiomático por la mera inteligencia libre entre los pueblos. Dicho en otras palabras, se le acusó de haber sido excesivamente liberal" (p. 163).

Hay un capítulo interesante, "Fundamentos de la vida estatal", recopilatorio de varias conferencias del año 1951. Empieza con una defensa del ordenamiento medieval, en el que el hombre "gozaba de una serie de derechos que no podían ser violados por el Estado ni por la sociedad. Los fundamentos jurídicos eran claros, por lo menos en principio: no podía existir sanción sin delito, ni leyes de efectos retroactivos, ni tampoco responsabilidades colectivas ni de raza" (p. 105). Se queja de que "la mayor fuente de nuestra decadencia, y esto no vale solo para Europa, es la desaparición del sentido de lo jurídico"; y es que, con sus correspondientes matices, "durante el Medievo cristiano, el concepto de Derecho era generalmente aceptado, respetado y universal. Aunque los gobiernos no eran democráticos, en el sentido actual, los súbditos gozaban de mucha mayor libertad" (p. 108). Desde luego que esta frase escandalizará a muchos progres bienpensantes…; pero recordemos que Otto de Habsburgo escribía con la mirada puesta en los viejos países danubianos, entonces ya sí sometidos al totalitarismo comunista.

Todas estas reflexiones mantienen su actualidad en medio de nuestra Europa, unida en la crisis económica y en un multiculturalismo artificial como el que este verano estallaba en Gran Bretaña… En cualquier caso, su fuerte europeísmo descansa en unos valores de honda raíz religiosa ("es preciso volver a la idea de que Dios es la fuente del Derecho, y que el Estado viene obligado a atenerse a principios morales de orden general"; p.115), que hoy en día no siempre son bien comprendidos. A muchos laicistas militantes les molesta que se hable de "las raíces cristianas de Europa"; pero la Historia es como es. También a ellos les avisaría Otto sobre una exagerada profilaxis secularizante: "La colaboración entre las autoridades espiritual y temporal es hoy frecuentemente combatida por los partidarios de una separación entre la Iglesia y el Estado. Pero tal separación ya existe de hecho, puesto que las atribuciones de cada cual son de orden diferente. Ahora bien, si por separación se entiende que la Iglesia y el Estado se ignoren mutuamente, no hay duda de que esta solución no es sensata, ya que es impracticable en la realidad" (p. 124). Vuelvo a recordar que escribía cuando la libertad religiosa había sido suprimida en las "democracias populares" del Este. Por ello, sostendrá con fuerza que "la libertad religiosa es la fuente de la libertad en general".

Termino con unos estimulantes párrafos de contenido económico, y que me van a disculpar que los transcriba casi íntegros (recordando que son de 1951), porque no tienen desperdicio: "La política más peligrosa es sin duda la que hoy se sigue en la mayoría de los países, en el sentido de confiscar fríamente los bienes privados del pueblo mediante una continua desvalorización de la moneda… Estas desvalorizaciones deliberadas son pura y simplemente un robo… Otro peligroso paso hacia el totalitarismo es la aplicación inmoral e inmoderada de cargas tributarias…" (p. 127). Tienen un sabor a las críticas de Juan de Mariana al envilecimiento de la moneda; y dan muchas luces sobre la crisis del estado del bienestar a la que asistimos.

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