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Pacto educativo

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Parece que los dos partidos que dominan la escena del complejo Estado español no han llegado a escenificar lo que denominan pacto educativo. Quizá el ministro Gabilondo, apresado por la cercanía de diferentes citas electorales, desde las catalanas de este año hasta las generales de 2012, haya decidido poner distancia con el PP. Y éste, tan contento, porque es difícil atarse a un pacto cuando se espera que el poder le caiga entre los brazos.

Pero lo sorprendente no es que no haya pacto sino negar que ésta ya existe desde hace décadas. Las grandes líneas de gestión educativa de los dos partidos dominantes son realmente calco una de la otra y sólo diferencias de matiz, más coyunturales que de fondo, los separan. La definición de este gran acuerdo existente “de facto” tiene dos niveles. Uno que afecta a la libertad y otro que afecta a la calidad.

En cuanto a libertad de, para, y en la educación ambos partidos son similares. Conciben al gobierno como el gran educador nacional, quien ha de definir los contenidos y hasta el tipo de elección que han de hacer los padres dentro de la uniformidad monopolística. El matiz diferencial sólo afecta a que la derecha admite un grado de elección mayor entre diferentes establecimientos dentro del monopolio estatal. Que deba comprar los mismos zapatos siendo solamente libre de elegir entre zapaterías (y esto dentro de un orden) parece poca libertad o, más bien, una falsa libertad. Cierto es que hay zapaterías mejores y peores, pero el producto varía muy poco. Eso sucede en la educación. Ni siquiera la propensión derechista a subvencionar a los colegios concertados aumenta la diversidad de centros y ni la libertad de los padres .

Para ambos partidos son las autonomías las que, dentro de un marco general en el que están de acuerdo, han de definir parte de los contenidos educativos para pasar así de una subeducación nacional a una subeducación regional. Siendo de un ámbito o de otro, la educación, en régimen de monopolio, sólo puede resultar un servicio de baja calidad y alejado de las verdaderas preferencias de los padres.

Y esta es la tercera afrenta a la libertad. Se concibe a los padres como inválidos morales para responsabilizarse de la educación de los hijos. No hay respuesta creíble a la pregunta de por qué no se deben responsabilizar las familias para atender con sus recursos un servicio como el de la enseñanza. Se difunde, para amagar una respuesta, la idea de que los ciudadanos, sagrados para el voto, puede ser incapaces de pensar en el futuro de sus hijos y ese es un riesgo que no debemos correr dadas las externalidades positivas que conlleva una educación políticamente dirigida.

Lo cierto la preparación para la irresponsabilidad es una especialidad del estado. La practica con bastante éxito al incurrir en políticas con elevado riesgo moral, es decir en fomentar la imprevisión y el “carpe diem”. Ejemplos hay muchos y diversos: pensiones de reparto, para disuadir de la responsabilidad del propio sostenimiento en la vejez; seguros sanitarios que incentivan la imprudencia en el cuidado propio; y políticas inflacionarias que estimulan a empresas, a particulares y, especialmente a funcionarios y políticos, el vivir por encima de las propias posibilidades.

Los adultos-adolescentes, en consecuencia, transmiten la sensación de que tampoco son capaces de ahorrar e invertir en la educación de sus hijos. Razones no les faltan como vemos, pero el origen de esas dudas está en las propias políticas públicas del Estado del Bienestar.

No es que no haya sido posible un pacto educativo, lo cierto es que el consenso básico entorno a cómo aherrojar la educación no ha sido ni superficialmente cuestionado. 

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