Conmovidos aún tras el indecente espectáculo del Congreso a la búlgara del Partido Popular, muchos se preguntan por qué ocurre eso, a santo de qué se forman semejantes circos, estériles y absurdos, pero que tanta expectación levantan. Y no es para menos. La opereta interpretada a una voz durante tres días por la derecha española, a modo de obsequio a sus votantes y a los que no son, es una representación a pequeña escala de la naturaleza misma del sistema de partidos, su código genético, su causa primera y su última consecuencia.
El Partido, que nació como asociación voluntaria de votantes que compartían ciertas opiniones y enfoques sobre las políticas públicas, ha terminado por convertirse en el pilar fundamental de cualquier país democrático. Hay diferencias, claro está. En los Estados Unidos, por ejemplo, los partidos no son tan monolíticos y poderosos como en Europa, pero son igualmente la columna vertebral del sistema y la razón de existir de los políticos, que batallan incansables por controlarlos antes de dar el salto y controlar a toda la sociedad, objetivo único y último de prácticamente todos los políticos del planeta. Alguna excepción hay que, por descontado, no dura mucho en un escenario donde el papel principal consiste quitar al otro para ponerse uno mismo.
Quien quiera mandar, imponernos su parecer y freírnos a leyes tiene que hacerse antes con el dominio sobre un partido, es una condición sine qua non. Y si pierde ese dominio las posibilidades de perder el poder son altas. De ahí que los navajazos más genuinos se den dentro de los partidos, lugar donde el político de raza llega a serlo gracias a que sobrevive a una severísima selección darwiniana. En este caldo de verdades absolutas, lealtades inquebrantables, traiciones al alba y maquiavelismo sin tasa los socialistas siempre se han movido con la mayor de las solturas. Es su ambiente. No por casualidad en los regímenes comunistas el Poder con mayúscula es siempre sinónimo de Partido, con mayúscula también y, por supuesto, único y verdadero.
Es en Cuba, Corea del Norte o la antigua Unión Soviética donde el Partido ha alcanzado su máxima expresión monopolizándolo todo, desde un ambicioso plan quinquenal hasta el telegrama más indescifrable con el que dos disidentes tratan de comunicarse. En Occidente, por el contrario, han aprendido a convivir repartiéndose el pastel del poder entre dos o tres, a lo sumo cuatro o cinco partidos hegemónicos que disponen a placer presentando listas de candidatos cuidadosamente elaboradas en el sancta sanctórum de la sede central. El trayecto que esa lista transformada en papeleta realiza de la sede a la urna –campaña electoral mediante– es, en esencia, lo que nos venden por democracia, es decir, poder del pueblo, que en realidad no pasa de apaño entre políticos dedicados full time al viejo arte de meterse en la vida del prójimo.
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