El historiador Herodoto dejó escrito que "la carestía ha reinado siempre en la Hélade". Cubierta de montes en sus cuatro quintas partes, Grecia no era una región fértil como pudiera ser Egipto o Mesopotamia. Desde sus inicios, por tanto, los griegos vivían todos en un nivel de frugalidad tal que bien podríamos decir que subsistían en la pobreza según nuestros actuales estándares de vida. Hubo, qué duda cabe, unos pocos ricos entre los helenos, pero incluso estos últimos, de haber visto cómo se las gastaban los romanos en sus fiestas privadas tan sólo unos siglos más tarde, hubiesen creído que soñaban.
Los espartanos fueron, con mucho, los menos abiertos al mundo de entre todos los helenos: prohibieron el comercio con el exterior y promovieron la propiedad de carácter comunal y, por lo tanto, una vida de privaciones. Tenían en alta estima la dura vida castrense y rechazaban toda manifestación del lujo. Llegaron incluso a prohibir la tenencia de monedas de plata u oro, a excepción de unas monedas locales de hierro sin curso legal fuera de sus fronteras de Laconia. Si los espartanos se imponían a sí mismos esas normas, ni que decir tiene cómo era el trato que dispensaban hacia sus esclavos (ilotas). Los jóvenes espartanos, cada cierto tiempo, se dedicaban a la caza y muerte de aquellos ilotas que se habían significado durante la temporada anterior como gente conflictiva; eran las tradicionales cripteia espartanas que servían para purgar a los "indeseables" y, mediante el terror organizado, conjurar el peligro de revueltas internas.
Dejando fuera el caso extremo de los espartanos, en general, los helenos fueron pequeños terratenientes que respetaron la propiedad privada, pero miraban con recelo la actividad comercial de sus metecos (o extranjeros) y el trabajo manual de sus esclavos (Sócrates los calificó de trabajos vulgares e insanos e incluso el gran Aristóteles no pudo sustraerse a este lamentable prejuicio).
Sólo a partir de los siglos VI y V a. C. fue cuando el nivel general de carestía heleno empezó a cambiar paulatinamente con el comercio exterior, la apertura de las poleis al mar, la extensión del uso de la moneda –iniciado por los lidios– y la expansión de sus colonias a lo largo del mar Mediterráneo en aquellos emplazamientos donde no se hubiesen asentado sus rivales fenicios. Toda esta apertura fue observada por Platón con verdadera aversión al estar convencido de que el cambio y las novedades eran perjudiciales para la polis pues se apartaban de su visión de ciudad ideal (autárquica, tradicional y alejada del mar).
En este desarrollo de la Hélade, fue la polis de Atenas la que estuvo a la cabeza. Fue alcanzando prestigio y riqueza a medida que aumentaban sus intercambios comerciales, ganaba peso su puerto del Pireo y crecía su población (propia y venida de fuera). El esfuerzo acumulado de generaciones anteriores tuvo en Pericles su coronación. Fue entonces y en aquella polis cuando el comercio y el arte griego alcanzaron sus más altas cimas.
No obstante, tanto Atenas como las demás poleis helenas seguían basando su productividad en la institución de la esclavitud y tenían políticamente marginados, como dictaban los tiempos, a las mujeres y a los extranjeros (metecos). Se calcula que la Atenas de Pericles contaba tan sólo con unos 40.000 ciudadanos con derechos plenos en una población total de unas 300.000 almas. Fue también entonces cuando aparecieron los sofistas defendiendo cosas extraordinarias para la época, tales como la individualidad de cada uno frente a la polis, el afán de lucro y el comercio (tanto con extranjeros como con las propias ideas). Denunciaron la inconsistencia de todas las convenciones (incluida la esclavitud), negando toda posición dogmática y tomando la razón humana como medida de todas las cosas. Expresaron, en suma, un molesto relativismo. Aquello supuso intelectualmente un terremoto para la tradicional polis griega.
Frente a todos estos aires aperturistas surgió una rápida reacción de mano de los socráticos (especialmente de Platón), que supuso una clara defensa de las inveteradas tradiciones de las poleis griegas y una vuelta a las posiciones aristocráticas de las mismas. Al verse amenazados por los planteamientos innovadores de los sofistas y las influencias diversas que supuso la apertura de los mercados al exterior, los socráticos creyeron que lo saludable sería restablecer el equilibrio de la vida nacional de la polis entendida como una comunidad tradicional y cerrada.
Platón odiaba profundamente la democracia ateniense de su época y rindió admiración por su vecina Esparta. También pudo finalmente contemplar en vida cómo Atenas fue derrotada por los espartanos tras los diversos enfrentamientos de la llamada guerra del Peloponeso. Atenas ya no recuperaría jamás su pasado esplendor (ni siquiera el belicoso Alejandro Magno pudo llevarla, ni de lejos, al nivel que llegó con Pericles a mediados del siglo V a. C.).
Esparta, por su parte, no fue nunca una urbe importante tal y como lo fueron Atenas, Corinto o Siracusa. La población propiamente espartana no llegó nunca a superar las 11.000 personas (sin contar a sus sufridos ilotas). Se sabe, además, que se practicaba el infanticidio eugenésico al despeñar por el monte Taigeto a los recién nacidos con alguna tara física y que se despojaba a los niños de sus familias al cumplir los siete años de edad para que el Estado-ciudad se encargara de su educación en campamentos militares. Los espartanos daban por hecho que los hombres pertenecían más a la polis que a su familia. A los veinte años el ciudadano espartano comenzaba su vida propiamente militar que no abandonaba hasta cumplir los sesenta años (eso sí que era una mili). El aristocrático Platón veía con buenos ojos todas estas prácticas espartanas y las quiso mejorar teóricamente.
Numerosos pensadores a lo largo de la historia han rendido admiración por Esparta (Descartes, Rousseau, Hobbes, Helvetius, etc.), pero fue el fundador de la Academia el pensador que más idealizó la disciplina y las instituciones espartanas. Así lo plasmó en sus obras de teoría política salidas de su intelecto (fundamentalmente La República y sus dos últimas obras de senectud, El Político y Las Leyes). La función pedagógica de los reyes-filósofos y, más tarde, la función reguladora de las leyes conformarían los medios teóricos defendidos por Platón para alcanzar sus imaginarios diseños sociales.
Estos pensadores, de haber nacido en Esparta, no hubiesen podido nunca desarrollar su labor teórica. Lo mismo sucede hoy con ciertos intelectuales contemporáneos y sus idealizados regímenes de coacción y austeridad impuesta. Nil novi sub sole.
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