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Polonia traicionada

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Suele olvidarse con bastante frecuencia que el desencadenante de la Segunda Guerra Mundial fue Polonia. Al menos de la guerra que conocemos, la que terminó por estallar y cuyas consecuencias aún nos marcan. Si Hitler y Stalin no se hubiesen puesto de acuerdo en agosto del 39 para despedazar y repartirse Polonia, esta guerra nunca hubiese existido, quizá otra, años más tarde, con los mismos o parecidos contendientes, pero no la misma.

La guerra comenzó con el objeto de garantizar la independencia de Polonia, violada por la invasión nazi de septiembre y por la subsiguiente ocupación rusa, que es, aún hoy, completamente ignorada. Debido a la duración de la contienda y a lo compleja que se tornó años después, este particular suele pasar por alto, tanto entre los aficionados, como –y especialmente– entre los profesionales de la Historia.

Partiendo de este hecho, choca que, tras seis años de guerra, los aliados fuesen incapaces de velar por la independencia polaca. La desdichada nación del este pasó del dominio nazi al soviético. De un amo vestido de gris a otro vestido de rojo, ambos igualmente tiránicos. El gobierno polaco en el exilio, que se encontraba en Londres, fue apartado y las fronteras redibujadas al antojo de Moscú. Así, por ejemplo, gran parte de la Polonia de posguerra se asentó sobre lo que habían sido durante siglos regiones alemanas.

¿Porqué se permitió esto?, ¿Ni Roosevelt ni Churchill hicieron nada para impedir que Polonia cayese en manos del comunismo? Roosevelt no sólo no hizo nada, sino que contribuyó poderosamente a que Stalin se hiciese con Polonia y con toda la Europa oriental con excepción de Grecia, que se salvó para la democracia gracias a una guerra civil en la que los británicos participaron activamente. Durante el momento decisivo, el final de la guerra, Churchill predicó en el desierto y sus augurios fueron desoídos a un lado y otro del Atlántico.

La traición se consumó en dos movimientos. El primero con motivo de la invasión americana del continente tras el desembarco de Normandía. Las tropas de Eisenhower avanzaron con lentitud desesperante. Tal morosidad dio ventaja a los agentes soviéticos de la Casa Blanca, que consiguieron que Roosevelt se persuadiera de la “bondad” de Stalin. Alguno de estos submarinos del Kremlin llegó a ser honrado con la Orden de Lenin. Esta inacción permitió al Ejército Rojo avanzar hasta el Elba y llegar a ciudades tan occidentales como Viena. En el momento de la rendición alemana las fichas estaban sobre el tablero, y la cruda realidad era que Stalin disponía de soldados en la mitad de Europa.

El segundo se desarrolló al abrigo de la Conferencia de Yalta, en marzo del 45. Se llegó a un acuerdo sobre Polonia dictado por el ministro Molotov, el mismo del pacto con Hitler. Se celebrarían elecciones sí, pero al modo soviético, lo que significaba entregar el país a Moscú. Roosevelt murió un mes más tarde convencido de que había hecho bien, de que Stalin sería generoso. El clásico tonto útil que tan buenos réditos ha brindado siempre a los comunistas.

El sucesor de Roosevelt, Harry Truman, se percató de la jugada soviética en Postdam, pero ya era tarde, en Varsovia habían comenzado las purgas de los políticos polacos no comunistas. Churchill, por añadidura, se había quedado fuera de juego tras perder las elecciones. La guerra fría empezaba en el mismo lugar donde lo había hecho la mundial: en Polonia. En marzo del 46, en la Universidad de Fulton, el ex premier británico pronunció una celebrada conferencia diciendo: “De Stettin en el Báltico, a Trieste en el Atlántico, un telón de acero ha descendido sobre el continente”.

No era ya una profecía sino una triste realidad. Para entonces Stettin ya no se llamaba así, sino Szczecin, y era parte del imperio soviético. Seis años de guerra para nada.

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