El pasado 26 de junio pasará a la historia. A la historia de la lucha de la comunidad homosexual por sus derechos y libertades individuales que prendió mecha un día de 1969 en el neoyorkino enclave de Stonewall, y entre tales derechos el reconocimiento del vínculo afectivo del que se derivan derechos y obligaciones contractuales y que viene a denominarse matrimonio. Y es que el 26 de junio de 2013 el Tribunal Supremo de EEUU falló inconstitucional la DOMA, ley que promulgó en 1996 el progresista Bill Clinton por la cual el gobierno federal sacaba de la legalidad como matrimonio cualquier unión que no fuera entre dos personas de opuesto sexo. Permítaseme una breve descripción del estado de la cuestión previa a un enfoque libertario de la misma.
Dicha resolución judicial fue la respuesta de la Corte Suprema al caso «Estados Unidos contra Windsor», por el que Edith Windsor reclamaba su igualdad ante la ley frente a un matrimonio heterosexual a la hora de heredar de su esposa fallecida Thea Spyer. Ambas, Edith y Thea, residían en Nueva York y se casaron en 2007 en Toronto, Canadá. Tras más de 40 años de relación, Thea falleció y Edith tuvo que padecer los agravios fiscales de que aquel matrimonio no fuera reconocido como tal. El histórico fallo del Supremo estadounidense deja, en cualquier caso, la aprobación o no del matrimonio homosexual a cada estado del país y parece reafirmar que el propósito de la DOMA de sacar de la legalidad una forma de matrimonio excede las competencias del Gobierno federal (concepto que, aunque no recogido en la sentencia, se deriva inequívocamente de la 10ª enmienda de la Constitución de EEUU).
A día de hoy el matrimonio homosexual es válido y legal en trece países del mundo, a saber: Bélgica, Holanda, Suecia, Dinamarca, Canadá, España, Argentina, Francia, Islandia, Noruega, Brasil, Portugal y Sudáfrica. En Reino Unido parece inminente su aprobación y también es válido en algunas jurisdicciones o territorios de México y EEUU.
Siendo indiscutible que el matrimonio, dada su entidad civil, es una institución que va más allá de los márgenes de lo religioso y sagrado, conviene no obstante tener en cuenta –y de paso cuestionar ciertos argumentos religiosos que, como digo, son inanes de partida- que el matrimonio homosexual religioso está dispuesto y es sancionado como válido en iglesias cristianas como la Episcopaliana de EEUU, la Iglesia luterana de Suecia, la iglesia de los cuáqueros en EEUU o la Iglesia Unida de Cristo en EEUU y Canadá, siendo en este último país la segunda mayor comunidad cristiana tras la católica. El apoyo popular al matrimonio homosexual crece como tendencia global de manera pareja al nivel educativo y de forma por el momento más bien inversa a la edad cronológica (dicho llanamente, es mayor dicho apoyo entre personas con estudios superiores que básicos y entre personas jóvenes que de edad avanzada). En 2011, la mayoría de estadounidenses se posicionó por primera vez favorable al matrimonio homosexual en los sondeos de opinión.
Las personas opuestas al matrimonio homosexual dicen con ello defender el matrimonio «tradicional». Para lo cual habrá que ignorar parte de la historia de la humanidad. El emperador romano Nerón contrajo matrimonio en más de una ocasión con otro hombre, se cree que también hizo lo propio el emperador Heliogábalo, y aunque fue irregular y poco clara la popularidad del matrimonio homosexual en la era romana, como tal llegó a darse y sólo se prohibió explícitamente tras la extensión del Cristianismo. Rituales de matrimonio homosexual se dieron asimismo en la antigua Mesopotamia, en la provincia china de Fujian bajo la dinastía Ming, en el Antiguo Egipto y existe evidencia de un matrimonio homosexual en el siglo XI en Galicia. De todos modos, es peligroso hacer de la tradición la guía única y central de la justicia. Tradicionalmente, los negros han sido esclavos en gran parte del mundo, las mujeres también de sus esposos, y los ateos quemados en hogueras.
Los oponentes al matrimonio homosexual no sólo suelen presentarse como guardianes de la historia, sino que muestran un repentino celo académico por la preservación del brillo y esplendor de la lengua. El argumento etimológico de que «matrimonio» significa en su origen latino «una sola madre» o bien «cuidado de una madre» podría valer para cuestionar –etimológicamente claro- el matrimonio homosexual, pero el masculino no el femenino. Pero, siguiendo con tal purismo lingüístico, «mater»también significa en latín «materia», aludiendo así a la materia original de la que procederíamos y no diciendo nada sobre el sexo o género.
Si el argumento es la procreación, ¿qué hay de las parejas heterosexuales estériles? Si el argumento es la figura paterna y materna, ¿qué hay de la prole criada por un padre o madre prematuramente enviudado? Si la cuestión es que un niño tiene «derecho» a un padre y una madre para una buena crianza, podemos abrir la veda a cualesquiera cosas imaginables para una «buena crianza» que, claro está, deberán ser provistas por un Estado benefactor, redistribuidor y aun totalitario. Los siguientes pasos en este sentido bien podrían venir a prohibir la procreación o tutela por parte de parejas de fumadores, de alcohólicos, de personas incultas… (no deseo dar demasiadas ideas a los ingenieros sociales). En tal caso qué mejor padre y madre que el Gobierno, dentro de un mundo feliz como plasmó Aldous Huxley en su distopía de humanos convertidos en autómatas.
Además de todo esto, es harto curioso que los autoproclamados defensores del matrimonio «tradicional» defiendan en la actualidad las uniones múltiples: la de un hombre, una mujer y el Gobierno. Pues hoy nos casamos, más que nunca, con el Estado. En el siglo XX, el Estado no sólo nos robó nuestra sanidad, educación o pensiones. También nos ha arrebatado como sociedad civil el matrimonio. Y es que el matrimonio si tradicionalmente es algo es un contrato eminentemente privado. En las civilizaciones griega y romana, el matrimonio era básicamente una unión contractual cuya validez se asentaba más en el reconocimiento general de la comunidad que en la sanción de un Estado o Gobierno. Era parte del derecho consuetudinario basado en usos y costumbres en lugar de imposiciones legales de un gobernante, Estado o Parlamento. Fue en el Concilio eclesiástico de 1215 y más tarde en el de Trento en 1545 cuando se dieron los primeros pasos para que una Iglesia investida de poderes de tipo gubernamental quisiera abrogar de la esfera estrictamente privada el matrimonio. En Inglaterra, el matrimonio privado basado en aquella Ley Común fue abolido por el Gobierno inglés en 1753.
Podríamos ofrecer una resumida definición de matrimonio como aquella institución entre al menos dos personas, cimentada por un compromiso vital-afectivo, un conjunto de acuerdos contractuales proyectados hacia el futuro, y la asunción del cargo de la crianza de la prole en el caso de darse. No sólo eso, sino que probablemente sea la institución en la que invertimos más capital (nosotros mismos, nuestras vidas) y a más largo plazo (presumiblemente hasta el fin de nuestros días). Habiendo compromiso y contrato, la ruptura del matrimonio típicamente requería la demostración de claro incumplimiento por al menos una de las personas involucradas. Todo esto finalizó cuando el Gobierno monopolizó el matrimonio para articularlo a su antojo con, entre otras aportaciones, la universalización del divorcio sin culpa o causa. Dado el coste del divorcio, especialmente el coste soportado cuando hay niños de por medio, tradicionalmente el vínculo del matrimonio podía disolverse, pero no tan fácil y rápidamente. Hoy, con el Gobierno definiendo el matrimonio y su disolución y asumiendo cual costes públicos los derivados del divorcio (educadores sociales públicos, la custodia gubernamental…, esto es reduciendo notablemente el coste real soportado por las partes del contrato matrimonial) se ha dinamitado el espontáneo avance del matrimonio como institución social que determina sus precios, costes y valor a partir de la estricta interacción de los seres humanos subjetivos. Hemos nacionalizado el matrimonio, que ha dejado de ser institución social –y de libre mercado y evolución–, para serlo estatal. A nadie debería extrañar, pues, la rampante epidemia de divorcios. Cual destructor de todo lo que toca, el Gobierno ha sido artífice del matrimonio basura. Mientras el orden social voluntario o de mercado disciplina, el Gobierno corrompe, destruye y vicia. El matrimonio, igual que la moneda, es vivo ejemplo de cómo los Gobiernos pueden devaluar un bien preciado que, en su origen, es estricta y puramente privado. Por tanto, más que hablar de privatizar el matrimonio deberíamos hablar de reprivatizarlo.
En las posiciones oficiales de sus estatutos, el Partido Libertario de EEUU –el tercero del país- condensaría mi punto de vista:
«La orientación sexual, la preferencia, el género o la identidad de género no deberían tener impacto en el tratamiento de los individuos por el Gobierno, como en el actual matrimonio, en la custodia infantil, la adopción, la inmigración y las leyes de servicio militar. El Gobierno no tiene derecho a definir, permitir o restringir relaciones personales. Los adultos que consienten deberían ser libres de elegir sus propias prácticas sexuales y sus relaciones personales».
Los libertarios no debemos cejar en pretender levantar muros lo más infranqueables posibles alrededor de nuestras comunidades y sociedades para mantenernos libres de la conquista y fagocitación del Gobierno. También en lo que respecta al matrimonio y nuestras relaciones interpersonales. Porque el verdadero avance no está en sustituir un Gobierno ‘discriminador’ por un Gobierno ‘inclusivo’, sino en pasar de aquél a un Gobierno neutral. Pues no se trata de igualdad para casarse, sino de libertad para casarse. Y donde hay Gobierno no puede haber libertad.
@AdolfoDLozano/ david_europa@hotmail.com
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