La escalada represiva desatada por el gobierno venezolano contra las protestas extendidas por el país para reclamar la dimisión del presidente Nicolás Maduro ha puesto de manifiesto de forma cruenta la degradación en la que se halla sumida Venezuela, después del experimento del «socialismo del siglo XXI», iniciado por el difunto Hugo Chávez y su movimiento en las postrimerías del siglo pasado.
Hordas parapoliciales motorizadas al servicio del gobierno dispararon el pasado 12 de febrero contra los manifestantes reunidos a las puertas de la Fiscalía general en Caracas para entregar a su titular una petición de liberación de los detenidos en distintas protestas a lo largo del occidente del país. Según las cifras oficiales, el balance de los incidentes ascendió a tres muertos, sesenta heridos graves y sesenta y nueve detenidos. Además, otras fuentes citadas por El Universal de Caracas apuntan a 125 jóvenes detenidos e incomunicados en todo el país y dan cuenta del sufrimiento de torturas de aquéllos que se han puesto a disposición judicial. Entre los fallecidos se cuenta al estudiante opositor Bassil Dacosta –asesinado de un disparo en la cabeza- así como Juan Montoya, al parecer un miembro importante de los comités revolucionarios que apoyan al gobierno.
En contra de toda evidencia, los portavoces del régimen bolivariano se apresuraron a culpabilizar de estas muertes a los opositores, lanzando una orden de búsqueda y captura contra el líder de Voluntad Popular, Leocadio López, quien se ha entregado ya a la Guardia Nacional en un gesto valiente que le convierte en el símbolo de la resistencia a la dictadura. La televisión oficial no ofrece información sobre estos incidentes, y al mismo tiempo se ha cortado la señal del canal de televisión colombiano NTN24 que había apostado a sus corresponsales para informar in situ, bajo la insólita acusación de instigar la violencia. Asimismo, el régimen intenta bloquear la difusión de Twitter en Venezuela. No resulta tampoco casual que desde hace semanas los diarios de ese país anunciaran su cierre por la negativa del Estado a facilitarles las divisas para poder adquirir papel de prensa.
Mas allá de las últimas noticias, sin embargo, nos quedaríamos en la superficie si no recordáramos las enseñanzas de quienes auguraron hace dieciséis años lo que depararía la victoria de un teniente coronel golpista llamado Hugo Chávez en las elecciones presidenciales de diciembre de 1998. En efecto, ya en esas fechas Carlos Alberto Montaner –ganador del premio Juan de Mariana 2010– advertía del cúmulo de desgracias que aguardaba a los venezolanos debido a la elección de un caudillo que había proclamado su intención de acabar con la democracia que le permitía alcanzar el poder político, del mismo modo que Hitler y Mussolini hicieron en sus respectivos países a principios del siglo XX. La muerte del primer caudillo relativamente joven y la imposibilidad de predecir un calendario de acontecimientos no empecen en absoluto el acierto de su pronóstico general sobre las alternativas que se abrían ante ese abismo.
«En un país que se muere de estatismo, Chávez aumentará el perímetro del Estado. En una sociedad agredida durante décadas por absurdos controles económicos, Chávez multiplicará los cerrojos y limitará aún más las libertades políticas. En una nación en la que el Estado de Derecho es casi una ficción, este presidente carapintada sustituirá cualquier vestigio de constitucionalismo que quede en pie por su omnímoda voluntad»(…) A propósito de la estremecedora experiencia de un amigo venezolano, amenazado telefónicamente por difundir artículos donde se denunciaba el carácter totalitario del golpista, Montaner reflexiona sobre los mecanismos que permiten el triunfo del totalitarismo: «No es el triunfo de una ideología sobre otra, sino el avasallamiento total de un sector de la sociedad por otro que tiene el monopolio de la fuerza y lo utiliza sin ningún freno. El objetivo es sembrar el miedo y el instrumento para ello es la intimidación física más burda. Todo está previsto en un crescendo cruel: amenazas veladas, turbas organizadas, insultos, golpes, prisiones, torturas y -por último- la muerte».
Su conocimiento de la historia y de las tragedias de los países latinoamericanos le permitió diagnosticar que no vencía un solo hombre, sino la superstición de que la riqueza está en los bolsillos de unos pocos, y que basta que un Caudillo se apodere de ella para repartirla entre las masas hambrientas. Ilusiones que habían sembrado Acción Democrática (miembro de la Internacional Socialista) y COPEI (demócrata cristiano), los partidos mayoritarios del anterior sistema que el movimiento de Chávez venía a sustituir.
Pues bien, ejecutado gran parte el programa revolucionario socialista para alcanzar progresivamente el poder total, utilizando los ingresos derivados del petróleo para financiar la compra de voluntades de sectores de la sociedad venezolana (y de otros turiferarios en el exterior) se confirman gran parte de las previsiones del escritor cubano, aunque, tal vez, el régimen ha llegado al fin de su recorrido por la profundización de los problemas creados. La imposición de rígidos controles de cambio y la fijación de precios por ley han provocado hiperinflación y el desabastecimiento de productos básicos. Los índices de criminalidad desbordan la imaginación más calenturienta. Cuando los comercios subían los precios de sus mercancías para adaptarlos a la depreciación del bolívar frente a las demás divisas, el régimen comenzó a perseguirlos acusándolos de «usura» y de «robo al pueblo». Quienes no se atenían a los precios dictados por el gobierno sufrían la incautación de sus productos para distribuirlos «a precios justos» -y por poco tiempo- entre sectores de la población alentados a participar en el pillaje. El pasado mes de noviembre se confiscaron los artículos de una conocida cadena de electrodomésticos para satisfacer la voracidad de infelices a quienes previamente se había privado de un bien remotamente parecido al dinero. En un entorno de inseguridad jurídica tan absoluto, como vaticinaba Montaner en 1998, la huida de personas y capitales ha sido constante.
Como hemos visto, ya desde el ascenso al poder de Chávez y la estrepitosa caída de los partidos tradicionales se institucionalizó la intimidación y la coacción de los opositores, motejados de fascistas por los impulsores de un régimen que guarda tantas semejanzas con los totalitarismos de entreguerras. El régimen chavista ha tenido tiempo de sobra para reformar la constitución venezolana sometiendo a los que han permanecido en Venezuela a un estado de tensión permanente y haciendo irreversibles formalmente los golpes a toda noción de Estado de Derecho. Pocas veces se ha retransmitido en directo a un jefe de estado pisotear los derechos de los ciudadanos de una forma tan descarada como en aquellas tristemente célebres imágenes en las que el fantoche ordenaba la confiscación de empresas. Aquella máxima de los teóricos del derecho nazi que proclamaba que «nuestra constitución es la voluntad del Führer»alcanzaba plena vigencia, tal como, asimismo, nos había anticipado Montaner.
A pesar de todas las derrotas infringidas por el régimen -obviamente respaldado por una parte muy importante de la población- a quienes se resisten a emigrar y a someterese a una dictadura, el caos en el que se halla inmerso el país ha propiciado las protestas contra el actual presidente, que protagonizan los líderes de la oposición y multitud de estudiantes. El curso de los acontecimientos resulta díficilmente predecible, pues el caso de Venezuela presenta diferencias sustanciales con respecto a su modelo de la isla cárcel. No resulta menor el hecho de que, para desgracia de los cubanos, el régimen de los Castro, aparte de la resuelta determinación de unos revolucionarios sanguinarios y sin escrúpulos, se consolidó merced a la ayuda económica y militar que le prestó la Unión Soviética. En el momento en que ésta se derrumbó, la dictadura castrista ya había eliminado o forzado el exilio de millones de cubanos molestos. Dieciseis años después de su ascenso al poder de Hugo Chávez, la relación de fuerzas entre gobierno y oposición, a pesar de las coacciones, dista mucho de ser equiparable a la que se produjo en Cuba. La oposición mantiene como baluartes de contrapoder la alcaldía de Caracas, dirigida por Antonio Ledezma, y al gobernador del estado de Miranda, Henrique Capriles Radonski, candidato de la oposición que perdió las elecciones frente a Nicolás Maduro por tan solo 200.000 votos, según los recuentos oficiales.
Por último, si bien las potencias regionales con más capacidad de influir se han mostrado muy tibias hasta el momento, resultan llamativas las recomendaciones norteamericanas a Maduro de dialogar con la oposición y suelta de los detenidos, así como la advertencia de que el arresto de Leopoldo López podría causar consecuencias negativas con ramificaciones internacionales. La reacción del régimen ha consistido en la fulminante expulsión de tres funcionarios consulares, acusados de «conspirar en las universidades». Si se hojean los diarios peruanos y colombianos, por ejemplo, además de una amplia información sobre los acontecimientos, se palpa una corriente de simpatía hacia los manifestantes contra Maduro.
La salida ideal ante tanto desastre no está escrita. Probablemente, la resistencia interior desplegada por los partidos de la oposición, los cuales parecen tener ideas claras al respecto pese a sus disensiones, combinada con las presiones de los países democráticos latinoamericanos sobre el régimen chavista en el seno de la Organización de Estados Americanos (OEA) al amparo de la Carta democrática Interamericana -suscrita también por Venezuela el 11 de septiembre de 2001-, puedan reconducir el dilema ante el que se enfrentan los venezolanos que anhelan la libertad: Tanto la guerra civil como el sometimiento a la dictadura no son opciones plausibles.
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