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Por más que lo repitan sus entusiastas votantes, Podemos no puede

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Aunque sus votantes hablen más o más alto, más orgullosos o con más entusiasmo, Podemos no puede; aunque tengan mucha visibilidad en prensa y televisión, salgan cada poco a la calle a manifestarse, acampen en la misma Puerta del Sol, rodeen el Congreso o intenten acallar la voz de otros políticos entre gritos e insultos, Podemos no puede; por más que sus dirigentes vendan la piel del oso antes de cazarlo para arengar a la tropa con cánticos de victoria, Podemos no puede. Por una simple razón: son una minoría cuyas ideas no representan el sentir mayoritario del pueblo como pretenden aparentar. Y en democracia eso es todo lo que importa.

Fruto del sistema electoral acordado en la transición, el comunismo siempre ha tenido una influencia marginal en la política española a través de sus partidos políticos, y únicamente ha decidido elecciones generales prestando o dejando de prestar sus inquietos votantes al Partido Socialista. Resistiéndose, a pesar de todo, a diluirse como el fascismo para superar las ideologías totalitarias como un drama del pasado.

Así, tras los gobiernos de Adolfo Suárez y Leopoldo Calvo-Sotelo —con el fracasado golpe de estado del 23-F por medio— el PSOE de Felipe González se alzó con la victoria en las elecciones generales de 1982, apoyado por una mayoría de los votantes comunistas. Que, a diferencia de la anterior convocatoria, optaron por el pragmatismo del voto útil para conseguir el primer gobierno de izquierdas de la democracia.

No sería hasta 14 años después, que el centro-derecha español logró reagruparse entorno al Partido Popular para volver al poder. Cuando en 1996, José María Aznar se sirvió de la pinza con Izquierda Unida —liderada por Julio Anguita— para echar a Felipe González de la Moncloa. Los socialistas estaban envueltos entonces en varios escándalos de corrupción y en los crímenes de estado cometidos por el GAL. Y la pinza formaba parte de la estrategia de sorpasso, con la que IU aspiraba a reemplazar al PSOE como partido referente de la izquierda. Al final, lejos de sobrepasar a nadie, sus inflexibles planteamientos desencadenaron la escisión de algunas federaciones regionales y de la corriente Nueva Izquierda, llevando a los comunistas a un largo declive hasta su mínimo electoral, situado en el 2.7% del censo.

En 2003, a pesar de comulgar con la ideología política más sanguinaria de la historia, los comunistas escondieron sus camisetas del Che en el cajón, se enfundaron la camiseta del "No a la guerra" y salieron a la calle para evitar que Rajoy sucediese a Aznar como presidente del gobierno. Quien, ignorando la voluntad de la mayoría, había involucrado a España en la Guerra de Irak para apoyar a George Bush, el por entonces archienemigo de la izquierda mundial. Así, con el protagonismo de los artistas de la ceja, aprovecharon la incompetencia de los populares en la gestión del desastre del Prestige y de los atentados del 11-M, para movilizar a todo el electorado de izquierdas y hacer presidente a José Luís Rodríguez Zapatero en las elecciones de 2004.

Estando la izquierda en el poder, explotó la burbuja inmobiliaria, propiciando el pinchazo de la coyunturalmente hinchada recaudación con la que se habían financiado los caramelos populistas de Zapatero: cheque bebé, renta básica de emancipación, reparto de VPO a modo de regalo o lotería, primas a renovables, innumerables subvenciones a industrias deficitarias, etc. Tras incrementar la deuda pública del 36,3% al 70,5% del PIB en solo cuatro años, hasta agotar la capacidad de financiación de su gobierno con disparates keynesianos como el Plan E —las desgraciadas "políticas de crecimiento"— y el mantenimiento del hipertrofiado aparato estatal y autonómico que se había consolidado en la época de bonanza, sus acreedores le cerraron el grifo. Empezaron entonces los recortes, haciendo aflorar el amargor encapsulado en los dulces que había repartido, cual negligente cigarra que olvida lo largo y duro que puede ser el invierno.

Se presentaba así un escenario inédito para los comunistas, que tenían demasiado reciente en la memoria la última legislatura de Aznar, al que ellos habían aupado al poder. Y se sentían traicionados por Zapatero, que ya sin margen de maniobra, se había doblegado a los acreedores internacionales rebajando el sueldo de los funcionarios, congelando las pensiones y rescatando cajas de ahorros con dinero público, para impedir una quiebra en dominó y el impago de su deuda. A cambio, España se salvaba de la quiebra formal y mantenía el acceso al mercado de crédito para financiar sus deficitarios presupuestos.

Ante la magnitud de la tragedia, IU no parecía representar un arma útil para influir en el devenir del país. Y el 15 de Mayo de 2011, indignados por el previsible triunfo de Mariano Rajoy en las siguientes elecciones generales, algunos colectivos de la izquierda más combativa solo vieron una salida: echarse a la calle con los lemas "Democracia real ya!" y "No nos representan", escenificando su negativa a asumir su verdadero peso en un PSOE que se desmoronaba y en la sociedad española. Comenzaron así unas manifestaciones que culminarían con la acampada de la Puerta del Sol de Madrid y la formación del Movimiento 15-M.

Partidos como UPyD y Ciudadanos, que habían nacido durante el mandato de Zapatero por el descontento de algunos socialistas con la deriva nacionalista del PSE y el PSC, supieron pescar en aguas revueltas y recolectar parte del voto más centrista que abandonó el PSOE.

Al calor del Movimiento 15-M, también surge una nueva generación de líderes comunistas como Alberto Garzón, cuyos agresivos planteamientos revolucionarios y sus artículos de pseudo-economía para legos, disfrazados de verdad científica al estilo marxista, hacen fervor entre sus seguidores en internet y pronto se encarama a la dirección de Izquierda Unida.

Pablo Iglesias, otro de esos jóvenes líderes, admirador de Julio Anguita y consciente de la incapacidad del apolillado discurso de IU para ampliar la base social del comunismo, decide poner en práctica una idea más posibilista para revivir la ilusión del sorpasso. Así, aprovechando el tirón del eslogan "Yes we can" de Obama, trata de vestir la mona de seda en sus intervenciones televisivas. Su estrategia consiste en superar el lastre que suponen la palabra comunismo y los partidos hasta ahora lo representaban, desplegando una calculada retórica, digna de Goebbels, para reclamar todo el voto disperso de la variopinta izquierda anticapitalista. Nace así el fenómeno Podemos.

Con propuestas que sobrepasan a IU por la izquierda, como la renta básica universal, pretenden comprar el voto de una generación de Ni-Nis que además de no estudiar ni trabajar, tampoco votan, pero sí ven mucha televisión y parecen fácilmente maleables para dar ruido a cambio de la promesa de recibir una paguita, movilizando al resto de la izquierda. El objetivo es servir de nexo entre el voto del proletariado más rancio que representa IU y un PSOE realineado a la izquierda respecto a aquel que rescataba entidades financieras con el dinero del pueblo, para formar un frente amplio que se haga con el gobierno. Siendo así la "palanca de cambio" que vire el rumbo de la política española hacia la izquierda. El hecho de que propuestas como la RBU sean irrealizables carecería de importancia, supuesto que en caso de tomar parte en un gobierno serían minoría y tendrían fácil justificar una posición pragmática ante sus bien adoctrinados votantes.

Pero las matemáticas electorales de Podemos están tan viciadas como las que, ignorando la imposibilidad del socialismo, sustentan sus planteamientos de economía dirigida. Los comunistas no supieron hacer las cuentas en la transición, donde los partidos minoritarios fueron condenados a la marginalidad, ni las saben hacer ahora.

Como demostraron las últimas Elecciones Europeas, su principal caladero electoral se encuentra en los votantes más activos del ala izquierda del PSOE. Esos comunistas que no se pierden ni una cita electoral pero tras el desengaño del sorpasso volvieron al voto útil que hizo presidentes tanto a Felipe González como a Zapatero. Y ahora, decididos a tropezar una vez más con la misma piedra, se han dejado seducir por la mesiánica misión de Pablo Iglesias para abrir un proceso constituyente que instaure la dictadura del proletariado en España y termine con la casta.

A Podemos, como al resto de partidos minoritarios de ámbito nacional, cada escaño le costará entre el doble y hasta siete veces más votos que a PP, PSOE y nacionalistas. De forma que, por cada escaño que ganen IU, Podemos o UPyD con antiguos votantes del PSOE, los socialistas pierden 2 o más asientos, generando un balance negativo para la representación de la izquierda.

A la luz de estos datos, es fácil entender el antagonismo tan visceral que profesan los de Pablo Iglesias a Rosa Díez y el boicot a sus actos. La existencia de UPyD como sumidero de más de un millón de votos socialdemócratas, hace prácticamente imposible que el frente de izquierdas del que habla Podemos participe en el gobierno de España. También desactiva su capacidad para tirar de un desorientado PSOE hacia la izquierda de forma duradera, como les gustaría.

No parece tarea fácil, además, subir a un mismo barco a todos los votantes de izquierdas, en la tesitura de decidir si el objetivo es librarse de los rentistas que viven de su plusvalía, o crear una nueva clase de rentistas, para incrementar su cuota electoral con votos comprados, emulando la Andalucía del PER. Tampoco parecen ponerse de acuerdo si Andalucía y Extremadura deben participar en la redistribución de la renta de regiones más ricas como Cataluña, o solo el proletariado de cerca merece chupar de ese bote. Y es que esto de la izquierda es un concepto muy amplio, que coincidiendo en un punto elemental: hay que robar al rico, dista del consenso sobre todo lo demás.

Mientras el voto de centro-derecha permanezca activo y unido como en los últimos veinte años —no hay mejor combustible y aglomerante que el miedo a unos comunistas y nacionalistas crecidos—, solo es posible un gobierno de izquierdas en España con un una representación de los comunistas en mínimos y un PSOE moderado que recupere a sus antiguos votantes refugiados en UPyD y abstencionistas. Basta comprobar cómo aunque que a Rajoy no le fue suficiente con un 39.94% del voto para gobernar en 2008, Aznar fue presidente con solo el 38.79% en 1996. La diferencia: una Izquierda Unida en mínimos con 2 escaños, o cerca de máximos, con 21 escaños.

Con su indignación, convertida en ilusión vana por un líder populista, los votantes de Podemos se están imponiendo como penitencia un mandato del señor Rajoy tan largo como duren sus delirios de poder. 

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