Texto de la ponencia que D. Pedro Schwartz presentó el pasado martes en la V Universidad de Verano del Instituto Juan de Mariana.
El gran economista e historiador George Stigler (1911 – 1991) publicó en 1981 un ingenioso artículo titulado “El economista como predicador”. En él sostenía que los grandes profesionales de la ciencia económica de vez en cuando ponían paño al púlpito y se dirigían a sus conciudadanos para exhortarles a un mejor comportamiento político. Pero las más de las veces preferían dedicarse a explicar la acción humana y el funcionamiento de las sociedades sin entretenerse demasiado en prédicas poco efectivas.
Me temo que esa visión tan sobria de nuestra profesión se debe, entre otras cosas, a que pasó poco tiempo en España. Los economistas españoles no hacemos otra cosa que exhortar a los poderes que corrijan los fallos de la política económica de España, los defectos de nuestro modelo económico, la flaqueza de nuestro I+D+i, la falta de productividad de nuestros trabajadores, las carencias de nuestro sistema de enseñanza, lo abultado de los déficits públicos, lo escandaloso del despilfarro de los ingresos del Estado, lo insostenible de nuestro sistema de pensiones y sanidad. No nos arredramos ante la evidencia de que nadie parece hacer caso de nuestras propuestas de reforma, y menos que nadie el Gobierno de la nación. Los que más pecamos de la vanidad de dar consejos a tirios y troyanos somos los columnistas de los medios de comunicación, como el que os habla. ¡Mea culpa!
Mejor será, pues, que comencemos por explicar en vez de exhortar. ¿Cómo explicamos que las verdades de la ciencia económica que consideramos tan probadas sufran tanto rechazo de políticos y votantes? ¿Cuál es la razón por la que la política económica ortodoxa, que tan buenos efectos ha producido incluso aquí en España, tenga tan poco seguimiento? ¿Hay que esperar a momentos de crisis gravísima como la de Grecia, España y demás países periféricos de la Unión Europea en los primeros meses de 2010 para que nos hagan caso, siquiera a regañadientes?
Mi ponencia de hoy pretende defender la siguiente tesis. El que gobernantes y opinión pública hagan oídos sordos a nuestros buenos consejos no se debe a mala voluntad o ceguera irracional. Más aún, el que no abunden los políticos liberales clásicos que hayan alcanzado el poder para reformar es un misterio, dados los repetidos fracasos de los políticos del montón. Una primera aproximación consiste en señalar los defectos de la democracia y diseñar posibles cedazos institucionales que separen el grano de la buena política de la paja populista. Hay que ir más ahondo en la explicación de nuestros repetidos fracasos. Incluso si fuera posible diseñar instituciones democráticas que garantizaran que las preferencias de una ciudadanía racional se transmitieran sin refracción a las decisiones de unos representantes fieles al ideal del bien común, sostengo que resultaría muy difícil llevar adelante una política económica centrada en la libertad y la prosperidad. La razón es bien sencilla: la mayor parte de nuestra ciudadanía, de nuestros políticos, de nuestros economistas, de nuestros académicos son unos social-demócratas redomados.
Explicación basada en los defectos de la democracia
A lo más que llega la mayoría de los economistas españoles, cuando los Gobiernos no hacen lo que deben, incluso cuando saben lo que deben hacer, es a señalar algunos defectos funcionales o constitucionales de nuestra democracia. No van más allá de decir que que los políticos por necesidad han de recabar votos para alcanzar o conservar el poder y que la frecuencia de elecciones les hace muy difícil o imposible evitar la demagogia o el populismo. También señalan que el sistema electoral de listas cerradas contribuye a acallar en el seno de los partidos cualquier voz crítica de posturas irresponsables o medrosas. Por fin lamentan que el claudicante sistema autonómico español fomente una cultura del gasto y la subvención sin sufrir la disciplina de tener que financiar esos dispendios con el impuesto. Eso es muy poco decir.
El idealismo democrático fue cuestionado desde finales del s. XIX. Así, Gaetano Mosca (1858-1941), en su famoso libro sobre la clase gobernante (1896) señaló, inspirándose en Wilfredo Pareto (1848-1932), lo inevitable de la persistencia de una clase dominante, incluso en democracia. El politólogo de origen alemán Robert Michels (1876-1936) formuló en 1911 su “ley de hierro de la oligarquía”, por la que los partidos democráticos inevitablemente se hacen cerradamente elitistas. En Inglaterra, Graham Wallas (1858-1932) subrayó los fallos de la idea de que, en política, los individuos actuaban sensatamente, guiados sólo por la razón. El mismo Ortega (1883-1955) se mostró muy crítico con el tipo de persona prevalecía en el capitalismo democrático de su tiempo. Pero este tipo de sociología política descriptiva nos dice poco sobre las razones por las que seguimos tan mal gobernados.
El que seamos lo suficientemente lúcidos para mirar de frente los defectos de un sistema en el que el pueblo manda, no quiere decir que lo rechacemos porque no es perfecto. La tradición de mirar a la democracia sin cristales tintados de rosa es bastante antigua. No me refiero a la postura platónica de condenar sin paliativos la democracia porque es un sistema incapaz de seleccionar los mejores para los cargos públicos. La democracia en política así como el mercado en economía son sistemas defectuosos pero indispensables para evitar la concentración del poder en manos de los poderosos o los ricos. El carácter a menudo indivisible del poder hace que la democracia funcione peor que el libre mercado. Ello no quita para que la necesitemos como salvaguardia de nuestras libertades individuales. No estaría yo del todo tranquilo si, en vez de políticos venales, ciudadanos distraídos, grupos conspiradores, sindicatos clientelistas fuese un filósofo-rey el que nos a gobernase al estilo de Esparta o Siracusa.
Digo, pues, que es posible analizar con más precisión los defectos de la democracia de lo que suele hacerse cuando nos contentamos con lamentar el estado de la cosa pública. Un antecedente remoto de un modo de análisis más profundo que el habitual se encuentra en las dificultades de la agregación de preferencias (típica cuestión de la Economía del Bienestar) en la obra del marqués de Condorcet (1743-1794). Este gran teórico de la teoría de la probabilidad aplicada a las decisiones políticas, hizo ver en 1785 que, en un sistema mayoritario, las decisiones colectivas pueden ser cíclicas (es decir, A preferido a B, que es preferido a C, que es preferido a A), pese a que los votantes hayan ordenado sus preferencias de forma transitiva.
Ya en el siglo XX, se ha ahondado el análisis de los defectos y condiciones de funcionamiento de la democracia. Por un lado están los resultados obtenidos por Black y Arrow en materia de “social choice”. En efecto, a mediados de siglo, Duncan Black (1908-1991), alumbró sobre la base de la paradoja de Condorcet, una teoría de los comités, según la que, en determinadas condiciones de distribución de las preferencias, la decisión queda siempre en manos del “votante mediano”, del votante que divide los miembros del cuerpo electoral en dos partes iguales. En la misma dirección opera otro teorema que extiende el efecto destructivo de la paradoja de Condorcet: se trata del teorema de Kenneth J. Arrow (1921 – ), que demuestra que, en una democracia, es imposible decidir por mayoría un orden completo de preferencias. Lo conseguido por Black y Arrow podría resumirse con la proposición de que “ningún sistema de votación es justo”.
Public Choice o Elección pública
Sin embargo, no hay que contentarse con esto resultados meramente lógicos sino investigar las regularidades empíricas de la política. Me refiero al enfoque tipo de los cultivadores de lo que hoy llamamos Public Choice. Su método consiste en analizar la actuación de políticos, de votantes, de partidos, grupos de presión, sindicatos, funcionarios preguntándose qué quieren maximizar y bajo qué constricciones. De la misma manera que suponemos que los empresarios buscan maximizar el beneficio, en ciencia política hemos de partir del supuesto de que los políticos quieren maximizar el número de sus votos en la próxima elección. Igualmente revelador es suponer que los votantes están siempre en busca de subvenciones; los empleados de los partidos, de prebendas; los grupos de interés, de protección frente a la competencia; los sindicalistas, del derecho a cobrar sin trabajar. La restricción es para todos el conseguir suficientes fondos para financiar sus campañas de propaganda.
Este tipo de estudio lo iniciaron en 1962, James Buchanan (1919 – ) y Gordon Tullock (1922 – ) publicaron su libro seminal sobre El cálculo del consentimiento, con el que abrieron un inmenso panorama de investigación. Entre la mies recogida encontramos:
- el teorema del “votante mediano”, ya mencionado;
- el fenómeno de la inercia y la reputación en política;
- la teoría de la burocracia, que explica el crecimiento de los departamentos por el intento de los funcionarios de maximizar su poder en vez de su salario, que en la práctica es fijo;
- la teoría de la corrupción;
- el fenómeno de los buscadores de renta;
- la teoría de los grupos de presión; y también
- la teoría de la ignorancia racional de los votantes
En efecto, para los votantes es mayor el coste de estar plenamente informados sobre los asuntos públicos que los beneficios que puedan obtener con su solo voto entre millones. La combinación de esa ignorancia racional del votante singular y los beneficios desproporcionados obtenidos por los grupos de presión, ya empresariales ya sindicales, con regulaciones y subvenciones, explica una gran parte de los defectos de las políticas económicas de los gobiernos. Las voces de los economistas bienintencionados se pierden en ese ambiente de inatención y ruido interesado.
Fue precisamente Stigler el que relanzó la teoría de la influencia de pequeños grupos interesados en las decisiones de política económica, que algún tiempo antes había presentado Mancur Olson (1965 y 1971). Partió de la idea de que toda regulación (sea una subvención o la creación de una barrera de entrada) tiene por objeto en lo esencial una redistribución de rentas, que normalmente consiguen los más poderosos o los más enfocados. En efecto, las empresas más grandes tienen recursos para organizar sus lobbies y ganan mucho más con una regulación a su favor de lo que pierde cada uno de los componentes de la gran masa de consumidores.
A este análisis de la demanda de regulación por parte de los poderosos interesados añadió Peltzman una teoría de la oferta de regulación o subvención por parte de las autoridades. Éstas no se dejan siempre capturar por los regulados, por dos razones: que casi siempre hay grupos con intereses encontrados a los que hay que contentar en parte; y que los políticos reguladores tiene que pensar en los votos de la siguiente elección – lo que algunas pocas veces opera a favor de una liberalización de la actividad económica.
No han de interpretarse los análisis de la teoría de la decisión pública como una invitación a aceptar cínicamente las cosas como son en Washington o la Moncloa. Esas teorías también indican qué tipo de reforma institucional podría encauzar hacia otros modos el comportamiento patológico de los actores de la escena política. Los profesores a quienes nos pagan para defenderle interés público no podemos contentarnos con recomendar cansinamente conductas virtuosas. Podemos estudiar las reformas institucionales que harían que políticos y votantes, “al buscar su propio beneficio sean conducido, como por una mano invisible, a promover un fin que no era parte de su intención” – el fin del bien común.
Cuáles sean esas posibles reformas institucionales no debe ocuparnos demasiado hoy. No son fáciles de diseñar ni sus resultados beneficiosos pueden darse por descontado. Los liberales clásicos solemos proponer:
• La vuelta a la clara división de poderes
- Un interpretación literal de la Constitución Americana
- Un modelo suizo de descentralización y referendos
• La reducción del Estado y un papel más amplio para el mercado
- Una definición más restrictiva de los bienes públicos
- Más competencia y comercio internacional irrestricto
• Una Carta de derechos individuales
- Especial firmeza en la defensa de la propiedad privada
Quienes, por el contrario, tienen una visión más comunitaria de la sociedad defienden más participación democrática en nombre del “republicanismo”, creen que la solución es una mayor politización de la vida social y privada. Naturalmente, prefiero subir por la otra vertiente hasta cimas más escarpadas. ¿Proponemos una prohibición legal de los déficits públicos?; ¿una limitación del gasto público al equivalente del 20% de la producción nacional?; ¿la derogación del Estatuto del Trabajador?; ¿la exclusión del sufragio de quienes reciban algún emolumento del Estado? Puedo echar a volar la imaginación sin ningún resultado práctico.
El verdadero problema que nos ocupa es otro mucho más grave. Supongamos que hemos aprendido a aplicar las conclusiones las conclusiones de la teoría de la decisión pública para mejorar sensiblemente el funcionamiento de nuestras democracias. Supongamos que las decisiones públicas consigan reflejar de manera justa los deseos de los ciudadanos. Eso no garantiza una correcta gestión económica porque los ciudadanos no desean en el fondo una la correcta gestión económica.
Los votantes no son liberales clásicos
No nos engañemos. Los votantes en su gran mayoría no son liberales clásicos. Sus preferencias reveladas son a favor de políticas anti-mercado o al menos de políticas que limiten y palíen los efectos de la libre competencia. Todos los elementos para la puesta en práctica de una política económica intermedia entre la libre competencia y la intervención pública están presentes continuamente en la psique social.
Veamos. Es postura general el sostener que la remuneración debe tener alguna relación con el mérito: muchos se indignan cuando ven que un futbolista o un torero ganan diez veces más que un catedrático. A pesar de las ventajas de la libertad económica, tanto para la autonomía personal como para la prosperidad general, la mayor parte de los ciudadanos acepta e incluso defiende una continua interferencia pública en sus negocios y su vida, aunque ello suponga altos impuestos, dirigismo burocrático, limitación de la libertad de elegir.
La carga impositiva total, incluidos los impuestos nacionales o federales, los autonómicos o regionales, los municipales o locales, los impuestos sobre las transacciones comerciales, sobre el empleo, sobre los beneficios corporativos, pasa en todos los países civilizados del 50% de los ingresos personales.
Los arquitectos municipales deciden sobre la distribución de las actividades en los centros de población y sobre el tamaño y aspecto de las construcciones. Las familias tienen envían a sus hijos a centros de enseñanza pública o procuran inscribirlos en colegios concertados por el sistema planificado de zonas – aparte de que las materias de las enseñanzas las decide el funcionario pedagógico de turno. Los enfermos acuden a centros de salud y hospitales públicos por la gratuidad de los mismos o por la subvención que reciben cuando los usan. Los trabajadores se resignan a tener que contribuir a pensiones de reparto o, en el mejor de los casos, exigen de incentivos para constituir planes privados de jubilación. El mundo del trabajo se ve sometido a las regulaciones de Estatutos de los Trabajadores y soporta la explotación de sindicatos escasamente representativos.
Desaparecidas, por evidente ineficiencia, algunas intervenciones públicas como son el control de cambios, o las empresas industriales públicas; privatizadas parcialmente radios y televisiones; liberados algunos intercambios comerciales dentro de grandes uniones aduaneras: la intervención pública apoyada por la opinión toma otras formas, más sutiles y moralizantes. Así soportamos impuestos y regulaciones para contener el calentamiento global, el uso del tabaco y el alcohol, el consumo de drogas, lo obesidad. Pedimos a las Autoridades que impidan la competencia desleal en el mundo del trabajo, que fomenten el comercio internacional equitativo, que favorezcan la igualdad de oportunidades, que castiguen la discriminación de género, que defiendan la cultura local, el idioma local, la filmografía nacional o europea.
Ahora que hemos sufrido la enésima crisis financiera de la historia, aunque esta haya sido la segunda más importante del último siglo, arrecia el debate de cómo gobernar el dinero y el crédito, de tal manera que continúen sirviendo el crecimiento económico sin poner en peligro el sistema todo. En vez de reexaminar la garantía estatal de los depósitos y el funcionamiento acomodaticio de los bancos centrales, todo es proponer nuevos métodos de control público de los mercados financiero, cuando son precisamente los controladores y reguladores los que llevan la mayor parte de la culpa del tropiezo.
Quienes me están escuchando se reconocerán al menos en parte en el retrato robot del estatista que acabo de trazar. Mi objeto no es discutir si, para quien valora la libertad, tales o cuales intervenciones son del todo inaceptables o si son sólo pecadillos. Busco otra cosa. Busco hacerles ver que, cuanto más defiendan las intervenciones públicas que critico, mejor corroboran mi tesis – que es que las gentes no escuchan las jeremiadas de los economistas ortodoxos porque están en profundo desacuerdo con ellos. En el fondo, el ciudadano normal detesta el capitalismo clásico, con sus mercados libres, su competencia irrestricta, su moneda firme, sus ricos derrochadores y sus especuladores sin escrúpulos. Considera que, todo lo más, es un mal necesario. ¿Quién no ha oído alguna vez la siguiente proposición?: “El sistema capitalista, hay que reconocerlo, asigna óptimamente los recursos; sin embargo es injusto en la distribución de la riqueza y, al fomentar el egoísmo y la avaricia, lleva en sí la semilla de su propia destrucción.” Cuando miro alrededor de este aula, empiezo a pensar que incluso los que entre nosotros son catadores de los licores del capitalismo los prefieren con mucho sifón. Quod erat demostrandum.
Si los votantes en el fondo no son liberales clásicos es poco realista exigir de los políticos que lo sean. Políticos y votantes, votantes y políticos hacen oídos sordos a las recomendaciones de los economistas ortodoxos mientras luce el sol en un cielo azul, aunque se acuerdan de Santa Bárbara cuando truena.
Fallos políticos de común acuerdo
Éste es el título del reciente libro de un economista de la Universidad de Ehrfurt: Political Failure by Agreement (2008). Estarán de acuerdo en que el retruécano es llamativo. ¿Es cierto que los votantes se ponen de acuerdo para fallar? ¿Se conciertan los políticos de todos los partidos para poner en marcha lo que no funciona? Wegener contesta a estas preguntas sobre la base de un concepto evolucionista del mercado.
a) Incertidumbre epistémica
Es mi opinión que la presente crisis ha ocurrido en el fondo porque el Estado de Bienestar es imposible, aparte de inmoral. Sin embargo, los votantes y sus representantes no aceptan de buena gana la evidencia del fracaso del Estado de Bienestar. La razón fundamental de ello es que en Occidente concebimos la economía política como un instrumento para conseguir resultados definidos y determinados. Nos resistimos a aceptar la incertidumbre epistémica de todo mercado libre. Por epistémico quiero significar que es del todo imposible predecir las actividades futuras en una economía libre. Por su propia naturaleza, un mercado libre no tiene meta ni se puede pretender que llegue a una determinada meta productiva. Por eso es tan morrocotudo el error de hablar de un “cambio de modelo económico” como solución de nuestro males actuales. Si la economía es libre, no se la puede verter en el molde de un modelo.
Todo lo más es posible mejorar el marco institucional de partida, con atinados refuerzos de la propiedad privada; con un buen funcionamiento de la justicia; con cotizaciones sociales reducidas; con impuestos ligeros y sin exenciones; con gasto público reducido a lo esencial. Pero nadie tiene el conocimiento suficiente para decir que las empresas tienen que gastar más en I+D+i; o que los jóvenes deben estudiar esto o aquello durante un número definido de años; o que debemos ser una nación turística, constructora o industrial. Una economía libre siempre nos llevará a un “modelo” inesperado, que será el modelo que individuos y empresarios habremos tenido a bien elegir, si nos dejan.
La incertidumbre epistémica, el “no-finalismo”, del mercado libre dificulta grandemente la labor de quienes buscamos convencer a los socialistas de todos los partidos de las bondades de la libre competencia. Nos preguntan: “¿Qué pasará si liberamos los horarios y días de apertura de los comercios?” También nos dicen: “¿Cómo crearemos puestos de trabajo para los mineros a la Cuenca leonesa del carbón si cerramos las minas?” Más comprometido aún: “¿Qué ocurrirá con la agricultura española si desaparece la PAC?” La única respuesta es: “No sé.” Ni siquiera podemos calcular con precisión los costes de las interferencias administrativas, porque no es posible percibir lo que se pierde por una intervención como la de los horarios o licencias comerciales. Sólo podemos decir que cuando en 1959 o en 1986 España abrió su economía, todo fue a mejor. Pero es imposible saber qué y cómo.
Así parece difícil que convenzamos a nadie de lanzarse al mar abierto y proceloso de la libertad económica.
b) Distinción entre preferencias y elecciones
Aceptemos que las preferencias de los votantes sean por un liberalismo de bienestar, del estilo del que llevó a Obama a la Casa Blanca. Como bien dice Wegner,
todo ciudadano racional toma sus preferencias políticas como algo provisional, hasta que el impacto de las políticas públicas en la esfera de acción del mercado revela el verdadero coste de los programas. (p. 115)
En suma, que, pese a la preferir un liberalismo de bienestar, los ciudadanos en países con tradición de debate racional se inclinan por elegir políticas y programas crecientemente sensatos. Cuando descubren que los sistemas de pensiones de reparto no son confiables; que el coste de la sanidad gratuita subvencionada es insostenible; que la educación obligatoria lanza al mundo adulto jóvenes ignorantes e indolentes; que el salario mínimo interprofesional agrava el paro; que la proliferación de derechos resulta en una ciudadanía irresponsable; entonces quizá empiecen a votar de manera más sensata, como lo hacen los suizos en sus referendos legislativos.
La economía de mercado se aprende
Creo haber defendido la verosimilitud de mi tesis. Son dos las razones por las que el público y los políticos no nos escuchan cuando defendemos el liberalismo clásico y una política económica ortodoxa. La primera es que la democracia, como método de agregación de preferencias individuales, es muy defectuosa, lo que se agrava porque los grupos de presión campan por sus respetos y los votantes actúan sobre la base de una indiferencia racional. La segunda es más profunda. Se trata del constructivismo de los ciudadanos y sus representantes: en el fondo, los votantes son partidarios de un Estado de Bienestar liberal y creen posible construirlo, una preferencia que los políticos no tiene otro remedio que obedecer. La lenta domesticación de los intervencionistas es sin embargo posible porque los ciudadanos son capaces de aprender que sus preferencias no son siempre realizables y que les conviene más elegir la libertad.
Ocurre, sin embargo, que, en virtud de la incertidumbre epistémica de todo mercado libre, a nosotros también nos es imposible saber el futuro de una economía capitalista ni intentar forzar la adopción de nuestra utopía favorita. Sería irónico que, en vez de colaborar en el descubrimiento de las consecuencias de elecciones políticas en principio equivocadas, cayéramos en el paternalismo liberal o incluso sintiéramos la tentación de imponer nuestras certezas a una ciudadanía temerosa del mercado.
REFERENCIAS
Arrow, Kenneth J. (1951): Social Choice and Individual Values. Wiley, New York.
Buchanan, James y Tullock, Gordon (1962): The Calculus of Consent: Logical Foundations of Constitutional Democracy. En The Collected works of James Buchanan, vol 3. Liberty Fund, Indianapolis.
Condorcet, marquis de – (1785): Essai sur l’application de l’analyse à la probabilité des décisions rendues à la pluralité des voix. Imprimerie Royale, Paris.
Michels, Robert (1911): Political Parties. A Sociological study of Oligarchical Tendencies in Modern Democracy. Traducción al inglés editada por Seymour Martin Lipset en 1962.
Mosca, Gaetano (1896): Elementi di scienza politica.
Olson, Mancur (1965 y 1971): The Logic of Collective Action. Public Goods and the Theory of Groups. Harvard University Press, Cambridge, Masschusetts.
Ortega y Gasset, José (1930): La rebelión de las masas. En Obras completas, Juan Pablo Fusi, editor. Tomo IV, Instituto Ortega y Gasset y Taurus, Madrid, 2005.
Peltzman, Samuel (1976): “Toward a More General Theory of Regulation”, Journal of Law and Economics 19: 211-240.
Smith, Adam (1776): An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations. Reeditado en The Glasgow Edition of the Works and Correspondence of Adam Smith, 1976. Vol. 1, IV.ii.9. Clarendon Press, Oxford.
Stigler, George (1971): “The Theory of Economic Regulation” The Theory of Economic Regulation”, The Bell Journal of Economics and Management Science, Vol. 2, No. 1. (Spring), pp. 3-21.
Stigler, George (1982): The Economist as Preacher. Basil Blackwell, Oxford.
Wallas, Graham (1908): Human Nature in Politics. Londres. Gratis en Google Books.
Wegner, Gerhard (2008): Political Failure by Agreement. Edward Elgar, Cheltenham.
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