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Porque de todas las causas posibles, siempre debemos escoger la de la Libertad

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Intervención en la presentación de la asociación Somos Libres.

Cuando pienso en aquellas causas que merece la pena perseguir, me vienen muchas a la cabeza. Sin embargo, hay una que creo superior a todas ellas y que en muchos sentidos también las engloba, y es la de la defensa de la Libertad. La Libertad ha sido teóricamente entendida de muchas maneras y defendida por muchas tradiciones filosóficas, una de ellas, y para mí la más completa y coherente, la del liberalismo.

El liberalismo, entendido de forma amplia, es, sin lugar a dudas, una tradición inclusiva y pacífica. Es inclusiva porque recoge algo tan esencial como el reconocimiento de la pluralidad humana y la defensa de su tolerancia. Pluralidad que no solo se refleja en los diferentes estilos de vida sino también en los diferentes principios morales que vertebran la vida de cada uno de los individuos. Reconociendo la pluralidad, en la esfera privada y en la esfera pública, en los grupos sociales, en los partidos políticos, en la sociedad civil o en los medios de comunicación, defiende su tolerancia como forma de acomodo. El liberalismo se basa en el respeto irrestricto a los proyectos de vida ajenos, proyectos respetuosos con los derechos de los demás. Es además en ese respeto de la pluralidad donde se esconde un aspecto aún más importante: la protección de la individualidad y, sobre todo, del derecho a discrepar. El derecho a discrepar, consagrado a través de la libertad de conciencia, expresión y asociación, es vital en una sociedad que hace de la libertad su valor más importante. Individualidad y derecho a la discrepancia que choca con la voluntad homogeneizadora que caracteriza a los cínicos enemigos de la libertad. Cínicos que, parafraseando a John Stuart Mill, “al reconocer que la discusión debe ser libre en cualquier asunto que puede parecer dudoso, y al mismo tiempo piensan que hay doctrinas y principios que deben quedar libres de discusión, porque son ciertos, es decir, porque ellos [los cínicos] poseen las certezas de que tales principios y doctrinas son ciertas” afirman su infalibilidad. Esa afirmación, y por ende la negación del ejercicio de la pluralidad, pone en jaque los cimientos de la convivencia pacífica entre ciudadanos.

Es también una doctrina pacífica que fomenta la cooperación humana como la mejor forma de entendimiento y coexistencia pacífica en sociedad, y entre diferentes, a través de la institución del comercio y el mercado. El comercio civiliza y pacifica en la medida en que nos obliga a atender a las necesidades de los demás para obtener lo que deseamos. El comercio aviva el ingenio y la individualidad, y fomenta una tendencia hacia la independencia; una independencia ligada a los derechos individuales. El liberalismo rechaza la guerra y en definitiva, cualquier forma violenta de convivencia. Y es más, defiende las relaciones entre individuos basadas en la asociación voluntaria.

La voluntad homogeneizadora es solo uno de los enemigos de la libertad. La arbitrariedad es otro de ellos. La libertad es indisociable de las garantías institucionales que aseguran su ejercicio y nos protegen del uso arbitrario del poder, ya sea por parte de los gobernantes o de la sociedad. Como decía Benjamin Constant hace ya 200 años, en las repúblicas antiguas, construidas sobre la base de la participación política colectiva, existía una completa sumisión del individuo a la autoridad política. Esa sumisión suponía la completa ignorancia de cualquier noción de derechos individuales. Y sin embargo, en las modernas sociedades liberales “no corresponde a ningún individuo, a ninguna clase, someter al resto a su voluntad particular. […] Lo importante no es que nuestros derechos puedan ser violados por un poder sin la aprobación de otro, sino que esta violación sea prohibida a todos». “Es el derecho de cada uno a no estar sometido más que a las leyes, a no poder ser detenido, ni muerto, ni maltratado de manera alguna a causa de la voluntad arbitraria de uno o varios individuos”. Es una tradición preocupada y comprometida con el bienestar de los ciudadanos, que demuestra que las libertades formales y las libertades reales no sólo no son contradictorias sino que es precisamente en esas sociedades donde unas (las primeras) permiten el florecimiento de las otras (las segundas). Como bien apuntaba Raymond Aron, “las democracias liberales han arraigado y prosperado, sobre todo y casi exclusivamente, en los países que han alcanzado un nivel de vida suficiente para que la masa de la población sienta los beneficios”.

Los derechos individuales, en palabras de Alexis de Tocqueville, son derechos iguales e imprescriptibles que adquieren los individuos al nacer, a saber “a vivir independientemente de sus semejantes, en todo aquello que le concierne sólo a sí mismo, y a organizar a su parecer su propio destino”. Unos derechos individuales que exigen la protección de la ley, que como apuntaba Frédéric Bastiat, no es más que la “organización colectiva del derecho individual de legítima defensa”. “Cada uno de nosotros -continuaba el autor- ha recibido ciertamente de la naturaleza, de Dios, el derecho a defender su personalidad, su libertad y su propiedad, ya que son esos los tres elementos esenciales requeridos para conservar la vida.” Y “así como la fuerza del individuo no puede legítimamente atentar contra la persona, la libertad o la propiedad de otro individuo, por la misma razón la fuerza común no puede aplicarse legítimamente para destruir la persona, la libertad o la propiedad de individuos o clases”. Es esa defensa tan liberal de la libertad negativa, de la libertad como ausencia de interferencia. Noción que exige la delimitación de una esfera (personal, privada) en la que los demás no pueden intervenir. Una esfera protegida por el concepto lockeano de propiedad privada, que implica «vida, libertad y hacienda” en sentido amplio, y “bienes, derecho a heredar y capacidad de acumular riquezas” en un sentido más restringido. Una institución que precede al establecimiento de la sociedad política y que ningún poder supremo puede arrebatar «sin su propio consentimiento”. Un consentimiento, el de los gobernados, que junto con la concepción del gobierno limitado, aseguran el respeto a esa esfera de libertad. Los liberales entendemos que los incentivos cortoplacistas que se traducen en la búsqueda de rentas y que surgen en el juego político hacen de la limitación del Gobierno un elemento imprescindible en la supervivencia de la Libertad. Y no solo el Gobierno limitado es un garante, sino también con la fragmentación política y la vigilancia ciudadana: una sociedad con múltiples y pequeños polos de poder observados y fiscalizados por los ciudadanos de forma continuada.

El liberalismo es una doctrina de consensos, a caballo entre la tradición y la modernidad, entre el cambio y la permanencia. “Respeta la sabiduría inconsciente de las generaciones y la obra involuntaria de millones de individuos conscientes, pero se esfuerza ante todo por demostrar la contradicción entre una planificación autoritaria y un empleo racional de los recursos, la incompatibilidad entre una planificación semejante y las libertad personales y políticas” (Raymond Aron, 1963). Y es ese equilibrio una de las claves de la supervivencia de nuestro modo de vida. En definitiva, se trata la concepción de que el hombre es un fin en sí mismo y no un medio para el fin de otras personas. Una concepción que encierra, una vez más, la constatación de la falibilidad del individuo. La aceptación de que uno no sabe lo que es mejor para los demás ni los demás saben lo que es mejor para uno mismo. Y a todos los enemigos de la libertad (también a los bienintencionados que no lo saben) les decimos: «Por mucho interés que se tomen, pidamos a la autoridad que se mantenga en sus límites. Que ella sea justa y nosotros nos ocuparemos de ser felices» (Benjamin Constant, 1819).

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