Resulta bastante evidente que John Maynard Keynes hizo un gran trabajo a la hora de demoler todo el saber convencional de la economía clásica y de sustituirlo por un conjunto de errores, prejuicios y tergiversaciones que se consideraban archirrefutados.
Uno de los misiles más peligrosos que lanzó Keynes contra la línea de flotación de lo que en ese momento se consideraba la “economía ortodoxa” fue su nueva teoría de los tipos de interés. Desde Böhm-Bawerk a Irving Fisher, la teoría del tipo de interés había ido robusteciéndose sobre la base del concepto de preferencia temporal: se forjó un auténtico consenso en torno a la idea de que el interés podía explicarse por causas “reales”… hasta que llegó Keynes y lo desbarajustó todo. En palabras de José Antonio de Aguirre: “Cuando aparece la Teoría General de Keynes en 1936, la doctrina generalmente aceptada era que la tasa de interés nacía de la interacción entre la tasa de preferencia temporal subjetiva y la productividad objetiva de las distintas opciones de inversión. Es decir, el planteamiento de Fisher hijo directo del de Böhm-Bawerk”.
En esencia, Keynes vino a sostener que el tipo de interés era un fenómeno puramente monetario, determinado por la oferta y la demanda de dinero; a saber, la idea tan repetida aún hoy de que el tipo de interés es el precio del dinero: “el tipo de interés es en cada momento una medida de la disposición de quienes poseen dinero a ceder el control de su liquidez; es decir, la recompensa por ceder esa liquidez”. En opinión del inglés, los economistas habían errado estrepitosamente al considerar que el interés era una recompensa por no gastar, cuando en realidad es una recompensa “por no atesorar”; dado que los agentes prefieren tener sus ahorros en forma líquida (“preferencia por la liquidez”), el tipo de interés sería el precio que motivaría a quienes atesoran dinero a desprenderse de esa liquidez.
Claro que con esta misma lógica podríamos negar que el precio de los bienes de consumo depende de su utilidad marginal y atribuirlo también a la preferencia por la liquidez: a mayor preferencia por la liquidez, mayor cantidad de bienes de consumo deberán entregarse para que la gente renuncie a su dinero, es decir, más bajos deberán ser los precios.
En realidad, lo que Keynes intuyó, sin ser capaz de comprenderlo, es que tener dinero atesorado no es una actividad estéril: “el dinero es tan productivo como cualquier otro activo, y es productivo exactamente en el mismo sentido”, explicaba William Hutt. Es cierto que el atesoramiento no proporciona una rentabilidad explícita, pero sí genera un rendimiento implícito para su tenedor: reduce el riesgo o de tener que liquidar con pérdidas sus planes empresariales o de no poder completarlos por la imposibilidad de acceder a los bienes económicos que necesita en cada momento.
El dinero atesorado permite hacer frente a pagos imprevistos o compensar cobros previstos que no llegan a producirse. Cuanto más inciertos sean los flujos de caja futuros de un agente económico, más útil le resultará tener efectivo atesorado y, por tanto, mayores contrapartidas exigirá para desprenderse de esos fondos: exactamente lo mismo que sucede cuando la utilidad de los tomates aumenta y los vendedores exigen (o los compradores están dispuestos a abonar) precios mayores por ellos. Sigue siendo la utilidad del dinero la que determina frente a la utilidad del resto de bienes la que determina sus diversos precios de mercado.
Ahora bien, fijémonos que la demanda de dinero –el atesoramiento– implica siempre una demanda por otros bienes presentes: por un lado, quien atesora dinero quiere asegurarse que no perderá el control de bienes presentes que ya posee o que podrá acceder a los bienes presentes que va a necesitar; por otro, quien pide prestado dinero lo hace necesariamente para poder disponer de otros bienes presentes a adquirir con esos fondos (nadie se endeuda para mantener su dinero atesorado). Es decir, es justamente la oferta y la demanda de bienes presentes lo que determina el tipo de interés; oferta y demanda de bienes presentes que viene determinada por la preferencia temporal, tal y como sostenían Böhm-Bawerk y Fisher. Al final, el tipo de interés responde a la pregunta de cuántos bienes futuros me tienen que entregar (o tengo que entregar) para renunciar (o acceder) a la disponibilidad de bienes presentes.
De hecho, como acertadamente apuntaba Henry Hazlitt en ese magnífico libro de Los errores de la nueva economía, si los tipos de interés vinieran determinados por la preferencia por la liquidez, éstos deberían ser mínimos en los momentos de expansión crediticia –cuando todos los agentes degradan su liquidez– y máximos en los momentos de depresión –cuando todos los agentes tratan de reconstruirla–, pero la historia nos muestra que justamente lo contrario es cierto. Basta observar en la presente crisis: desde 2003 a 2007 (fase de auge) los tipos de interés fueron crecientes y desde 2008 hasta la actualidad (fase de depresión) han sido decrecientes.
El motivo, volviendo a las teorías reales del interés, debería resultar evidente: en las fases de auge artificial, todo el mundo quiere acceder al control de bienes presentes (bienes de consumo y bienes de inversión), lo que dispara la demanda de crédito y los tipos de interés (los agentes están dispuestos a entregar muchos bienes futuros a cambio de disponer de bienes presentes). En la fase de depresión, sin embargo, los agentes comienzan a amortizar sus deudas liquidando y reestructurando su patrimonio, es decir, renuncian a la posesión de bienes presentes para reducir su carga de bienes futuros y por ello los tipos de interés se reducen a mínimos históricos.
Para el análisis keynesiano, sin duda resulta paradójico que cuando los bancos mantienen sus reservas de caja en mínimos (escasa preferencia por la liquidez) los tipos de interés sean crecientes y que cuando, como ahora, están sentados sobre una montaña de caja “ociosa” (elevada preferencia por la liquidez) los tipos de interés sean decrecientes. Paradoja que resuelven de mala manera recurriendo a toda una serie de excusas bastante inexactas como que “los tipos reales son altos” o que los tipos de interés de mercado no son realmente de mercado porque nadie está dispuesto a prestar a cambio de ellos.
En verdad, tal y como hemos explicado, es todo mucho más sencillo: los tipos de interés son un fenómeno real –el precio de los bienes presentes en términos de bienes futuros– y en las fases de depresión los agentes ni demandan bienes de consumo ni bienes de inversión, sólo buscan restablecer un balance perdido entre los bienes de que disponen hoy y los bienes de que, tras cumplir con sus enormes compromisos, podrán disponer mañana.
Lo cual, claro, debería llevar a los keynesianos a plantearse a qué han estado jugando durante décadas cuando manipulaban la expresión monetaria de esos tipos de interés reales mediante las expansiones crediticias de los bancos centrales. A saber, si nadie está ahorrando más y no hay más bienes presentes que puedan ser dispuestos e invertidos en la economía, ¿no caeremos en un proceso inflacionista de malas inversiones generalizadas si los tipos de interés son fruto de una creación de un crédito desligado de cualquier base real? Sí, bienvenidos a la teoría austriaca del ciclo económico.
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