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Privacidad o libertad económica

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 Dice Vinton Cerf que la privacidad es una anomalía, una exigencia de los tiempos recientes y que hace unas décadas, no digamos ya siglos, no estaba garantizada. Es decir, se tenía o no se tenía, pero no era objeto de reclamación jurídica. La idea del individuo protegido de las miradas de otros se gestó al albur de la sociedad de masas con la industrialización. Es la tecnología la que posibilita nuestra privacidad. Pero es una evidencia que la tecnología es también quien nos la quita. Por un lado expande las posibilidades de acción del individuo y por otro elimina la posibilidad de ocultar esa misma acción.

La declaración de Cerf no es inocente, por supuesto, al margen de su valor de verdad sociológica, pues coincide con la polémica sobre el uso de la tecnología de internet con fines de espionaje. Defiende el invento en que colaboró y, de paso, presenta una visión realista sobre algo que fue idealizado durante mucho tiempo. Como toda tecnología, internet expande y, a la vez, constriñe.

No olvidemos que Cerf empezó sus proyectos para el ejército, cuestión que desataría todo un interminable debate acerca de las posibilidades tecnológicas de una utópica sociedad basada en el dogma de la no agresión y exclusivamente autodefensiva. Y eso es así, cuando, paradójicamente, se señala a internet como un dilatador del comercio libre y las conexiones voluntarias. Lo es, pero también presenta otras caras menos felices.

Posar la mirada exclusivamente sobre el espionaje de los gobiernos como invasores de lo íntimo es lo más recurrido, pero quizá sea lo menos frecuente. Lo cierto es que la pérdida de privacidad en la red no se produce todo ni tanto por parte de ellos como por parte de las empresas. Cuando navegamos por la red, incluso sin realizar compras, vamos dejando rastros que son utilizados por empresas para detectar las visitas que realizamos y, con ellos, mucha información de la que no somos conscientes. La pugna por proteger el moderno derecho a la reserva pasa por saber y limitar el tiempo en que las IPs de los ordenadores es retenida, las recomendaciones para limitar las cookies, si estas deben ser permitidas previo aviso o eliminadas por decisión improbable del usuario, etc.

Las posibilidades comerciales de internet son la amenaza más potente que sufre la recientemente concebida privacidad porque en esto ocurre lo mismo que en el caso de la relación de los depredadores del presupuesto público respecto de los contribuyentes: son menos y su incentivo individual es mayor; por tanto, la energía empleada en captarlo vence las resistencias. Una especie de ley 20/80 que relaciona el número de agentes y la intensidad de su esfuerzo de manera inversa para cada actor en lucha.

Los internautas se hallan por ello ante varios dilemas. Las posibilidades de crecimiento de las empresas pasan por invadir la intimidad de los internautas y esto es verdad al margen de si esas empresas operan en mercados más libres o más regulados. La concepción de la publicidad como práctica honesta y necesaria en una economía de mercado se convierte, por este proceso, en una pérdida de control del internauta sobre qué se quiere que se sepa y qué no.

Por la ley 20/80 les resulta imposible, por sí mismos y mediante mecanismos asociativos exclusivamente, forzar a las empresas a restringir sus invasiones porque siempre irán por detrás de los poderosos incentivos las empresas. Es necesario, pues, acudir al Estado. Pero, a su vez, el Estado puede regular las restricciones si la presión de los grupos pro privacidad es mayor que la de los lobbies comerciales por lograr lo contrario. La batalla por la privacidad se antoja, por tanto imposible e, incluso cuando parezca que el usuario recibe buen trato y se le pregunta cuántas cookies permite en su ordenador, ya hay otra innovación tecnológica que le ha radiografiado. En cualquier caso, el papel del Estado como árbitro es inevitable 100%.

La situación excluye la posibilidad de resolverlo con análisis simplistas tan del gusto de algunos y requiere aceptar los límites de la libertad económica para imponer reglas. Pero esto es, en sí, bastante simplista también si consideramos la cadena de intereses que siempre son mayores del lado de las empresas.

Podemos dar, pues, por no ganada la guerra a favor de la privacidad, por no idealizada la libre empresa y por no banalizado el papel del Estado. Ningún factor aislado produce buenos resultados automáticamente.

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