El pasado 11 de marzo, un terremoto de grado 9 y un tsunami proporcional a dicha magnitud arrasó Japón provocando miles de muertos y desaparecidos. El agua afectó a no pocas infraestructuras situadas en la costa, entre ellas, algunas centrales nucleares que, si bien aguantaron los efectos del seísmo, en algunos casos no lo hicieron con el tsunami y el agua anegó e inutilizó los generadores que ponían en marcha los mecanismos de refrigeración de los núcleos que ya habían entrado en parada. Los efectos de este incidente: explosiones, fugas radiactivas, mediciones elevadas de radiactividad, trabajos en condiciones límites, aparición de contaminación en zonas tan lejanas como Tokio, fusiones parciales de los núcleos, daños en los edificios y en las vasijas de los reactores, evacuaciones masivas y afectados por la radiactividad empezaron a aparecer en los medios de comunicación a partir del día siguiente sin apenas respiro. Una mezcla de hechos ciertos y cierta histeria en torno a lo nuclear se ha adueñado de los medios de comunicación por todo el mundo, generando debates acalorados entre los antinucleares y los pronucleares.
Los antinucleares aducen, entre otros argumentos: problemas de seguridad; que es una energía con efectos irreversibles en el entorno y en las personas cuando hechos como los acaecidos sobrevienen; que la seguridad nuclear no es perfecta y sus fallos, catastróficos; que los residuos son también extremadamente peligrosos y que los costes no son los que se aseguran. Por el contrario, los pronucleares argumentan que esta energía no es tan peligrosa; que, comparada con otras, apenas ha provocado víctimas mortales; que sus medidas de seguridad son de las más desarrolladas; que sus costes son comparativamente bajos y que es la más eficiente.
Tengo una mala noticia para los partidarios de ambas posiciones: su opinión importa poco. Lo que digan, argumenten o griten no sirve de mucho porque la supervivencia de esta fuente de energía, o de cualquier otra, no está en manos del mercado, de los oferentes o los demandantes, sino en las del poder político, las del presidente del Gobierno, las del ministro del ramo, en las del Estado que diseña la política energética.
Pensar que los acontecimientos de Japón van a hacer decantar la decisión de los políticos hacia posiciones que favorezcan a cualquiera de los dos lobbies es no conocer la naturaleza del poder. Aunque la canciller alemana Angela Merkel fue la más rápida en anunciar medidas, como que las centrales anteriores a 1980 serían cerradas sin consultar a sus dueños, en la práctica, Merkel hacía frente a esta cuestión en un momento muy delicado de las elecciones regionales. La polémica nuclear se planteó en ese momento como un argumento que socavaría su poder y le haría perder votos. Actualmente, RWE disputa en los tribunales la decisión de la canciller.
Pero más allá de situaciones concretas, la política energética debe estar diseñada para hacer frente a una continua demanda de energía. Los cortes en el sistema pueden ser tan peligrosos para su continuidad en el poder como desastres nucleares en lejanos países. Sólo países con sistemas populistas, con regímenes dictatoriales y totalitarios como Venezuela o Irán se pueden permitir justificar cortes de energía. Si Merkel quiere eliminar la energía nuclear de la ecuación, esta deberá sustituirla por otra fuente que tenga características parecidas de continuidad y eficiencia, y eso lleva tiempo, tanto tiempo que ciertas circunstancias pueden hacer que la nuclear "resucite", como los derivados de la inestabilidad de las zonas petrolíferas (Oriente Medio y norte de África, Rusia y sus vecinos, etc.).
La política energética se decide desde el poder. Desde el poder se dicen qué centrales producen hoy y ahora y cuáles no[*]. Desde el poder se da paso a las centrales eólicas o las fotovoltaicas y se pide a las de cogeneración o a las térmicas que paren. Y el poder es voluble. Durante la primera legislatura de José Luis Rodríguez Zapatero en España, las energías alternativas, la eólica y la fotovoltaica principalmente, fueron favorecidas de manera descarada con subvenciones y otros favores, mientras que la nuclear pasó a ser la "mala" del cuento. Se anunció el cierre de Garoña y la revisión de las demás centrales. Cuatro años después, la pésima situación económica llevó al mismo Presidente a revisar esta política y, aunque las alternativas seguían teniendo cierto favor, las primas y subvenciones se recortaron, provocando la queja de los beneficiados, y se reconsideró el cierre de las nucleares (al menos, hasta Fukushima).
Lo acaecido en Fukushima puede favorecer a los antinucleares, pero las necesidades energéticas crecientes favorecen a los pronucleares, pues las ventajas de esta son evidentes frente a las renovables. Así pues, la política del Gobierno se traduce en un difícil ejercicio de equilibrismo que pretende contentar, o al menos no hacer enfadar, a los principales grupos de cada posición para que estos no socaven su autoridad. Y esta realidad es aceptada por todas las partes.
El lobby ecologista es tan consciente de ello que, pese a sus campañas y argumentos, que serían propios de la sociedad civil, busca su alianza con el poder o incluso entrar en el poder a través de partidos políticos de ideología "verde". No es casualidad que Juan José López Uralde haya saltado de la presidencia de Greenpeace España a un proyecto de carácter político. No es casualidad que los diferentes partidos de ideología ecologista se alíen con los partidos de la izquierda, sobre todo, con aquellos que, desde la caída del bloque soviético, andan dando tumbos para encontrar de nuevo su nicho político. Ideológicamente coinciden en mucho.
Tampoco es casualidad que las empresas, que en principio deberían ser los principales valedores de la energía nuclear, mantengan un silencio inquietante. Quien se moleste en ver la titularidad de las centrales nucleares en España puede sorprenderse cuando vea que son las mismas empresas que poseen buena parte de las centrales de energías alternativas. Si la empresa piensa en términos de beneficio y este beneficio se deriva de la política energética estatal (subvenciones, precios intervenidos, regulación, permisos, etc.), éstas pueden aceptar que lo que dejen de ganar por el desmantelamiento de las centrales nucleares españolas pueden ganarlo por las subvenciones a las renovables u otro tipo de ayudas, y todos contentos, menos los contribuyentes. Las grandes empresas, incluso las medianas, se mantienen también al lado del poder político, en parte porque no les queda más remedio, en parte porque en la práctica les favorece su carácter de monopolio regional u oligopolio nacional, que les salva de una incómoda competencia. En dicho panorama, ¿importa la posición de cada uno con respecto a la energía nuclear, o a la renovable, o a la que se obtiene de los hidrocarburos?
[*] En la práctica REE es la que toma la decisión técnica, pero prevalecen los criterios que fija el Gobierno.
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