La doppiezza intelectual y el sfumato moral son características típicas de políticos profesionales y activistas más interesados en la recolección de votos que en la clarificación de ideas. Por desgracia, estos vicios resultan altamente contagiosos.
El pasado de mes de enero, Albert Esplugas comentaba en un artículo lo que él denominaba los siete pecados liberales. Entre ellos, el anti-izquierdismo instintivo que nubla la razón y nos lleva a defender cualquier cosa que la izquierda critique. Y el contrarianismo, que nos hace tan políticamente incorrectos que a veces nos pasamos de frenada.
Este tipo de corrupción se verifica en aquellos que jalean como liberal todo y a todos los que manifiestan su repugnancia hacia el actual presidente del Gobierno de España o que simplemente se autodefinen como "no socialistas". Como si el afán intervencionista sólo anidara en una parte del espectro político. Conviene no confundir política y politiquería, ambición e impostura. Otra de las falacias de los libero-oportunistas consiste en afirmar que un neocon es simplemente alguien que está a favor de la invasión de Irak.
Existen varias hipótesis sobre el llamado "neoconservadurismo". La más convincente es la que sitúa esta corriente política en la reflexión que en los años sesenta iniciaron Daniel Bell, Irving Kristol y otros acerca de los efectos nocivos de la nueva sociedad de consumo, las vanguardistas artísticas y la cultura pop sobre la familia, la religión y las virtudes cívicas. Les recomiendo The Cultural Contradictions of Capitalism, una de las obras fundacionales del movimiento. Esta idea subyace el tímido conservadurismo social de Reagan y Thatcher y fue popularizada por revistas como The New Criterion, Commentary y The National Review. La colonización neoconservadora ha dado lugar a un equívoco a mi juicio dañino para el liberalismo: el nuevo liberal-conservadurismo que a menudo no tiene de liberal más que el nombre. Intervencionismo económico, prohibicionismo y comunitarismo se hacen pasar por liberalismo en nombre de la oposición a una izquierda cuyos objetivos de control y experimentación social suelen diferir bien poco de la agenda neoconservadora. Así, el conservadurismo compasivo de George W. Bush y sus aliados se saldó con una explosión de gasto público y un déficit del 5% promovidos por el presidente y por un Congreso dominado por los republicanos durante seis de sus ocho años de presidencia.
Antes de esto, la alianza de los neocon con la Christian Coalition, afianzada cuando el astuto reverendo Pat Robertson decidió adoptar una retórica pro-capitalista (sin embargo, sus pupilos Ralph Reed y Grover Norquist, de la organización pantalla American for Tax Reform podrían acabar muy mal) se había cobrado varias víctimas en las filas republicanas. Docenas de candidatos moderadamente libertarios y periodistas e intelectuales que habían desempeñado una importante labor en publicaciones neoconservadoras fueron derrotados en elecciones primarias, despedidos u obligados a abandonar cuando alguien decidió que su negativa a comprometerse con la "agenda cristiana positiva", sus estilos de vida, amistades o gustos artísticos ("alguien que ha escrito un libro así sobre Picasso no puede seguir trabajando aquí") no concordaban con los objetivos de la cruzada.
En la actualidad, este movimiento sufre un gran desprestigio en los EE.UU y ha sido arrinconado en Gran Bretaña. Asimismo, el súbito auge y la estrepitosa caída de los partidos confesionales y la sangrante división del centro-derecha en algunos estados de Europa por la influencia de movimientos político-religiosos norteamericanos demuestra que el modelo es difícilmente exportable al Viejo Continente.
La política española sufre de un curioso jet-lag ideológico que a menudo se traduce en la importación y defensa sin matices de fórmulas fracasadas en todo o en parte. Confiemos en que el proyecto neocon, o al menos su innecesario corolario teoconservador, no sea una de ellas.
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