El pasado 20 de noviembre los españoles huyeron de la nefasta gestión que de la crisis hizo Zapatero echándose en brazos de Rajoy. Las esperanzas de cambio que los españoles depositaron en este han sido mal leídas por el líder conservador y, en lugar de acometer un plan de ajuste realmente serio y profundo, ha consentido en salvaguardar los privilegios de determinados intereses y en conservar intactos algunos de los peores presupuestos ideológicos de la España de la transición.
Tanto es así que la situación de España apenas se ha modificado respecto de la que se había heredado. Aún es posible decir más: dado que las reformas no se acometen en serio y que el paso del tiempo supone aumento del deterioro, las perspectivas son, incluso, peores.
La necesaria reforma del mercado laboral, digna de llamarse así a diferencia de lo que había sido decidido por Zapatero, llega, ciertamente, pero sin los cambios complementarios en otras áreas. Parece que el pecado político de ver causas únicas en fenómenos complejos sigue sin curarse. La flexibilidad de las relaciones entre empresarios y trabajadores es una condición necesaria, sin duda, pero insuficiente.
La ideología profunda y hegemónica en España, heredada del franquismo más social, sigue dominando las mentes de la mayoría de los españoles. La función empresarial es denostada con una frecuencia e impunidad lamentables. Y léase que no digo "los empresarios", sino la función que han de llevar a cabo en un entorno de libertad y asepsia gubernamental. La única tarea empresarial que se elogia y fomenta desde hace muchas décadas es la del cazarrentas, sea banquero, sea industrial, sea "creador cultural"; y puestos a cazar rentas, sin duda, los sindicatos, superan a esos otros empresarios.
Con todo ese entorno de grupos de presión, Rajoy nada ha hecho. No ha querido entrar a recortar las finanzas autonómicas pudiendo hacerlo. Preso de los grupos de presión que existen en las autonomías, y cuyos defensores son tanto socialistas como "populares", no ha querido entrar en cómo están gastando las autonomías el dinero de todos. Las estructuras regionales tienen un coste altísimo, de tal guisa que puede decirse que el todo es menos que la suma de las partes. Los dispendios autonómicos hacen de servicios públicos como la educación y la sanidad un conjunto hipertrofiado.
Pero Rajoy no quiere saber nada respecto a tocar el sistema de competencias y financiación de las autonomías. Alternativas tiene muchas. Todas ellas habrían de pasar por la ineludible necesidad de liberalizar la prestación de servicios públicos. Y desde el punto de vista de la administración estatal le caben dos opciones, aunque no optará, claro está, por ninguna. Podría impulsar un proceso de federalización de España incorporando la autonomía fiscal y la responsabilidad financiera de cada territorio, buena solución que pone a las jerarquías regionales ante sus propias responsabilidades. La otra que se plantea, incluso dentro de su propio partido, es la recentralización de la educación y la sanidad en la esperanza de que, de este modo, se gestionarán mejor los recursos.
Lo peor es que nada hace. Algunos recortes, escasos en volumen y sangrantes en cuanto que son agravios comparativos en detrimento de quienes los sufren, pero insuficientes para reordenar el papel del estado. Una izquierdista subida de impuestos que, en caso de que sirvieran (lo cual es más que dudoso) para equilibrar las cuentas estatales, desajustarán (eso lo es mucho menos) las privadas. Lo concluyente es que así no se podrá crecer y eso no habrá cuentas ni públicas ni particulares que lo soporten.
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