Si hablamos de metodología de la economía, más allá de discusiones sobre la universalidad y necesidad o contingencia de una teoría; su verificación, falsación o su validez apodíctica, es predominante, para cualquier escuela de pensamiento, autor o corriente, preguntarse por el realismo de las teorías o modelos económicos. Es más, en numerosas ocasiones, las críticas que recibe la economía neoclásica desde diversas corrientes como austriacos, economistas feministas, de complejidad o institucionalistas, se refieren a la falta de realismo en los supuestos que adopta la teoría neoclásica, proponiéndose estas mismas escuelas como alternativas más fieles a la realidad. Los tipos idealizados, como el clásico agente representativo homo economicus, o suposiciones como la información perfecta y completa, la inexistencia de costes de transacción o la condición de equilibrio, son criticados por no ser suficientemente realistas o, directamente, opuestos a la realidad. A pesar de las objeciones, la economía neoclásica se ha defendido en muchas ocasiones siguiendo el argumento que presentó Milton Friedman en 1953 (Friedman 1953).
Friedman (1953) afirmó que cualquier teoría explicativa que fuese buena tenía que recurrir inevitablemente a la abstracción; tenía que ser abstracta. Esto es porque, una hipótesis es buena si es capaz de explicar mucho con poco, si es capaz de abstraer o explicar de manera simple los complejos fenómenos que se dan en la realidad. Al abstraer, muchas de las hipótesis se convierten en descripciones no exactas de la realidad, irrealistas. Por tanto, si todas las buenas teorías son abstractas, ninguna de ellas será realista. La conclusión a la que llega Friedman es que, como es inevitable que las teorías económicas recurran a la abstracción y a la introducción de supuestos irrealistas, el realismo de nuestros modelos debería de dejar de preocuparnos. Alternativamente, nuestros esfuerzos deben centrarse en seleccionar aquellas teorías que tengan capacidad predictiva, que consigan explicar la realidad y los fenómenos que sucederán.
Aunque así planteado parezca lógico o razonable, la concepción de Friedman es problemática en cuanto a la noción de “abstracción” y la supuesta omisión de realismo. Como argumenta Long (2006), si solo nos centráramos en la capacidad predictiva de nuestros modelos, podríamos introducir hipótesis extremadamente irrealistas, inconexas con el fenómeno que intentan explicar, que si, por una casualidad consiguieran demostrar valor predictivo, serían creídas como explicaciones ciertas. Esto es un grave error. Si hiciéramos eso, igualaríamos correlación a causalidad, algo que es ampliamente reconocido como considerable error científico. Por tanto, es importante que las explicaciones que proveamos sean realistas, que expliquen verdaderamente la realidad, más allá de cualquier idealización o elucubración mental. Pero ¿cómo vamos a conseguir una teoría realista si la propia abstracción a la que se recurre en todo proceso de creación de teorías implica la introducción de supuestos irrealistas?
La respuesta a esta aparente paradoja tiene que ver con la relación entre el concepto de abstracción y realismo. Tal y como plantea Long (2006), Friedman asume erróneamente que el proceso de abstracción implica irrealismo, cuando, en realidad, depende del tipo de abstracción al que nos refiramos. En ese sentido, podemos hablar de abstracción precisa y no precisa. La precisa es aquella en las que características reales del fenómeno sobre el que se teoriza se encuentran especificadas como ausentes. Es decir, si pensamos en la idea abstracta de un caballo, como un animal que tiene color, pero no concretamos el color, nuestra idea podría ser tildada de irrealista. Además, si especificamos un color, nuestra hipótesis estará sujeta a falsación. Por el contrario, la abstracción no precisa es aquella en donde determinadas características reales están ausentes de especificación. Es decir, en el caso del caballo, la abstracción no precisa del animal supone la idea de caballo como unas características universales y comunes a la misma especie sin contemplar el color, que no es común a todos los miembros. En este caso, la idea abstracta no precisa de caballo, aunque no se corresponda estrictamente con la realidad, con el caballo que podemos observar por los sentidos, sí es realista y no está sujeta a falsación. Para el caso de la economía, el realismo de sus modelos es posible en tanto que los factores no especificados son ignorados; no se especifica su comportamiento, existencia o inexistencia. Por tanto, el modelo no puede considerarse irrealista al no incluir toda esa serie de supuestos de la realidad que, simplemente, son ignorados, no negados. La abstracción, en consecuencia, no es incompatible con el realismo.
Desde esta perspectiva, ¿llevan razón los austriacos, por ejemplo, cuando tildan de irrealistas a los neoclásicos? Esta pregunta puede resolverse si se determina el tipo de abstracción sobre el que se construyen (algunas de) las teorías de la corriente neoclásica. Por ejemplo, el modelo de competencia perfecta, al asumir información completa entre los agentes económicos, no solo ignora la existencia de error empresarial, sino que especifica que este no puede existir. En consecuencia, el supuesto de la teoría podría considerarse falso a nivel descriptivo o, directamente, no realista. En este sentido, los austriacos tendrían razón en su objeción a esta teoría neoclásica.
La principal conclusión que podemos alcanzar con este razonamiento es que realismo y abstracción no son incompatibles; que la economía, como cualquier otra ciencia, tiene que tender hacia el mayor realismo posible; que existen dos tipos de abstracción (precisa y no precisa); y que depende del tipo de abstracción que se use, podemos determinar si una teoría o modelo es realista o no.
Referencias
Friedman, Milton. 1953. “The Methodology of Positive Economics.” In Essays in Positive Economics, 3–46. Chicago: University of Chicago Press.
Long, Roderick T. 2006. “Realism and Abstraction in Economics: Aristotle and Mises versus Friedman.” Quarterly Journal of Austrian Economics 9 (3): 3–23.
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