Gran Bretaña vivió una auténtica revolución, financiera primero y política después, a comienzos del siglo XVIII de la mano de la creación del Banco de Inglaterra, el primero de los bancos centrales. Su capacidad financiera le otorgó al Gobierno un poder enorme. La costumbre había sancionado una Constitución mixta de gobierno que, según se entendía, aseguraba que el poder estuviese distribuido y que ninguna rama adquiriese un papel peligrosamente preponderante. Se acuñó expresamente en la Respuesta de Sus Majestades a las XIX proposiciones de Ambas Cámaras del Parlamento, firmadas por Carlos I en 1642. En ella se señalaba que cada rama del poder surgía de una realidad social contingente y con fundamento histórico, y aportaba sus cualidades en función de su carácter. La corte como órgano del Rey, la Cámara de los Lores como asiento de la nobleza y la Cámara de los Comunes como expresión democrática.
No era una separación de poderes sino, por el contrario, una mezcla de las tres fuentes que ejercían una con las otras, de modo que ninguna adquiría demasiada preponderancia. Se había resuelto así el problema expresado por Polibio según el cual la monarquía podía derivar en tiranía, la aristocracia en oligarquía y la democracia en demagogia o en anarquía. Ese gobierno mixto era la base de las libertades inglesas, sancionadas en su Constitución. Y su clave es que evitaba la corrupción en que caían monarquía, aristocracia y democracia al apoyarse, pero contenerse, unas a otras.
Pero estamos en el siglo XVIII, y en concreto en la época de Robert Walpole. Los medios financieros puestos a disposición del Gobierno gracias al Banco de Inglaterra y a la ampliación de su capacidad le dieron a la Corte un poder antes desconocido. Esos medios le permitían literalmente comprar a miembros de la Cámara de los Comunes con puestos en la naciente administración y con pensiones. Éstos le otorgaban su voto a medidas que ampliaban el poder del Gobierno a costa de los usos tradicionales de Inglaterra, que heredaba Gran Bretaña.
La oposición a Walpole tuvo brillantes representantes, tanto whigs como tories. Entre estos últimos destaca el barón de Bolingbroke. Éste acuñó el término Robinocracia en referencia expresa a Robert Walpole. Consistía en una forma de gobierno por la que el primer ministro mantenía todos los procedimientos de la Constitución, toda la apariencia de su funcionamiento, pero de hecho la vaciaba de contenido al monopolizar todo el poder. Lo describe con estas palabras:
El robinarca, o principal mandatario, es nominalmente sólo un ministro; una criatura del príncipe. Pero en realidad es un soberano, tan despótico y arbitrario como se permite que sea un soberano en esta parte del mundo (…). El robinarca (…) detenta injustamente todo el poder de la nación en sus manos (…) y no admite que ninguna persona ocupe ningún puesto considerable ni no tiene relación con él, o si no es su criatura, o si lo coloca en algún lugar que él no pueda dirigir a placer, sin que nadie pueda develar sus designios o las consecuencias de los mismos.
¡Qué gran concepto este de la robinocracia! En Gran Bretaña fue el efecto de la corrupción de la Constitución inglesa. En España es el resultado de un diseño, plasmado en lo que llamamos Constitución, y que rige desde 1978. Hay que recuperar el contexto en el que se concibió la norma fundamental de nuestro ordenamiento jurídico, y nuestro sistema político. La II República, para el franquismo, había demostrado una vez más el fracaso del sistema de partidos, y el largo régimen había denigrado las formaciones políticas. Los redactores de la Constitución querían recuperar el prestigio de los partidos que, al fin, iban a ser el instrumento del juego político. Y lo hicieron otorgándoles mucho poder.
El resultado es la partitocracia actual. Ahora que se ha producido un cambio en el gobierno en España, lo vemos en su plenitud. Una persona, en este caso Mariano Rajoy, es líder de un partido, el PP. Desde su despacho elige las listas que se presentarán en cada una de las provincias, que son las circunscripciones electorales. Él los elige. No los votantes. Lo único que hacen los votantes es determinar cuál va a ser el corte de cada una de las listas, en qué nombre se cortará la lista de diputados que Mariano Rajoy (o los líderes de los demás partidos) ha elegido para que vayan al Congreso. Contamos con un Senado que tiene listas abiertas pero que no cumple ninguna función relevante.
La voluntad de esos diputados no le pertenece a los votantes. Tampoco le pertenece a ellos. Le pertenece al líder del partido. Luego, esta Cámara no sólo aprueba al Gobierno, sino que aprueba las leyes del Gobierno. Como el presidente del Ejecutivo es el líder del partido y éste elige los diputados, que le deben a él su puesto, él se elige a sí mismo, y él aprueba sus leyes. Pero el Congreso nombra también el órgano de gobierno de los jueces (el Consejo General del Poder Judicial), el Fiscal General del Estado, el reparto de los jueces, así llamados, tanto del Tribunal Supremo como del Tribunal Constitucional.
No nos podemos consolar con el reparto del poder regional, porque es ese mismo líder del partido el que elige a los líderes regionales, que replican en sus comunidades autónomas, dentro de las funciones que tienen encomendadas, el mismo esquema. Bien es cierto que aquí el poder de decisión del líder del partido es más limitado.
Es la robinocracia. Pero no como corrupción de un sistema, sino como un sistema de corrupción.
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