“Al cabo de siete años harás remisión. He aquí en qué consiste la remisión: Todo acreedor remitirá lo que haya prestado a su próximo; no lo exigirá a su prójimo, esto es, su hermano, una vez publicada la remisión de Yahvé. Podrás exigirlo a un extranjero, pero lo que tu hermano tiene de lo tuyo, se lo remitirás para que no haya en medio de ti menesteroso alguno (Deuteronomio, 15)
Cuando se escribió el Deuteronomio, hace ya un tiempo, también había, como hoy, excesos de deuda recurrentes, más o menos impagables, producto de quimeras en forma de malas inversiones, poco realistas, que no rendían lo proyectado. De ahí la necesidad bíblica de condonar. El problema no es de ahora. Muchos se creen que los males económicos que nos acucian son sólo producto de la política económica y monetaria de hoy, miope y cortoplacista, con su gasto público desmedido; basada en unos modelos y paradigmas erróneos; encantada -cual aprendiz de brujo- de manipular groseramente los tipos de interés; asentada en un descalce de plazos (que nos embriaga en una dionisiaca -y ficticia- orgía de liquidez, desestabilizadora y que dificulta el cálculo económico), liderado por unos bancos temerarios, quizás porque son demasiado grandes para quebrar… es evidente que todo eso no ayuda. Pero claramente no es la única causa del problema, como recuerda la cita bíblica que encabeza el artículo.
Dicen que soñar es gratis, pero los hechos son tozudos, inflexibles y ni disculpan, ni eximen, ni olvidan, ni perdonan. Cuanto más lejano es el futuro en el que uno proyecta, más fácil es desconectarse de la realidad -de la verdadera naturaleza de las cosas y de sus posibilidades-, y dejar que sea nuestro ánimo -optimista o pesimista, poco importa- quien tome las riendas. Al hombre le satisfacen no sólo las cosas reales y concretas de las que puede disfrutar; muchas veces el remedio más inmediato para acallar los dolores íntimos y propios son las quimeras, monstruos fabulosos -fantasmagóricos o angelicales- que se anhelan y persiguen con tanto ahínco que se acaban dando por inevitables… cuando casi nunca lo son.
Y eso nos puede ocurrir, y nos ocurre -sobran los ejemplos- todos los días: con nuestro equipo de fútbol favorito, al tratar de adivinar el futuro de una guerra, o al proyectar el desenvolvimiento de un negocio que queremos empezar, generalmente a crédito: El ser humano no sólo es experto en crear imperios a partir de cántaros de leche todavía no vendidos, también es muy dado a resolver la tensión del presente inmediato mediante patadas al futuro -mejor cuanto más lejano- y a olvidarse de lo que otros hicieron por ti en el pasado (cuando te vendieron a crédito o te prestaron porque tú se lo solicitaste); es humano proyectar también, en otros, nuestros errores y miserias, haciéndoles culpables, injustamente, de nuestra propia estupidez, hasta llegar a un odio que acalla la frustración y la rabia que deberíamos tener contra nosotros mismos por creernos dioses.
Muchos se lanzarán, sin pensarlo, a denostar al mensajero bíblico, criticando una medida -el jubileo periódico deuteronómico – por inapropiada y contraproducente, e hilarán mil argumentos contra el efecto en el riesgo moral, en la capacidad de innovación, o en cómo cercena la libertad individual. Y seguro que tienen razón. Pero hay que reconocer que era una medida que tenía su sentido, no sólo moral, sino también económico y social: que tendía a reducir las inversiones en el largo plazo, evitando que las ensoñaciones llevasen al huerto a más de uno, que aumentaba la cohesión y que evitaba la fractura social que se genera el tener dos bloques antagónicos -prestamistas y prestatarios- que proyectan recíprocamente, en el otro, las miserias propias generadas en un pasado lejano y del que muchos no se quieren acordar.
Con ello no quiero decir que se trate de una regla -prohibir los préstamos a largo plazo- que deba escribirse en piedra -ni siquiera en las hojas del BOE-, pero sí que debería servirnos de recordatorio, y tener muy presente, para mantener mejor los pies en el suelo, conscientes de lo pequeños que somos no ya en el espacio, sino en el tiempo, y los peligros que asumimos si confiamos exclusivamente en nuestro sentido y buen criterio, que es de todo, menos racional (y no sólo a la hora de pedir o dar a préstamo, sino también a la hora de invertir, o comprar para especular). Máxime cuando, aunque nosotros no queramos recordarlo, los hechos, tozudos e inmisericordes, nos lo recordarán cada cierto tiempo, como parece que nos va a ocurrir ahora.
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