Práxedes Mateo Sagasta (1825-1903) fue Primer Ministro nada menos que en siete ocasiones, aunque muchas veces sólo se le recuerda por el desastre de 1898, cuando España perdió Cuba, Guam y Filipinas. Hombre polifacético, Sagasta fue Ingeniero de Caminos, periodista, orador, estadista, masón, miembro de varias órdenes… Y también fue ministro de todo, excepto de Hacienda, a pesar de que era hombre de números, ingeniero brillante y compañero de aula de José Echegaray, el gran matemático y primer Premio Nobel de Literatura de España, tan pronto como en 1904 (los Premios Nobel se crearon en 1901).
Su padre, Clemente Mateo-Sagasta, era un vascongado liberal que se había trasladado a la localidad riojana de Torrecilla de Cameros, en 1824, tras la caída del Gobierno Constitucional, en 1823. No fue voluntariamente, pues le desterraron de Vizcaya, de donde procedía, por ser partidario de la Constitución de Cádiz. Su hijo Práxedes nació el 21 de julio de 1825. Poco sabemos de sus primeros años, pero su padre participó como voluntario de la tropa liberal reunida en Torrecilla, en inteligencia con Espartero, para recuperar Logroño, pues en los primeros compases de la contienda, en septiembre de 1833, había quedado en manos carlistas.
Más de dos mil quinientos discursos
De Sagasta dijo Azorín que nunca leyó o escribió un libro, una exageración del noventayochista alicantino. Sagasta lector lo fue y mucho. Y aunque nunca escribió un libro, fue desde 1856 y durante muchos años uno de los más destacados columnistas del diario La Iberia, que llegó dirigir entre 1863 y 1866. También fue toda su vida un devorador de letra impresa con fecha de caducidad, la prensa. Podrá decirse que Sagasta no escribió mucho, pero lo que es seguro que puede decirse es que nunca paró de hablar en su vida pública: sólo en las Cortes, pronunció 2.542 discursos, de ellos, 1695 en el Congreso, del que también fue presidente, y 847 en el Senado. Ningún gobernante constitucional del siglo XIX habló tanto.
Lástima que no escribiese ningún libro, porque no ha habido, ni seguramente habrá, ningún político español que haya conocido tantos secretos de Estado, algunos no desvelados al día de hoy -como el asesinato de Prim-, ni que haya tenido una trayectoria como la suya: diputado en Cortes en 34 legislaturas, presidente del Congreso y siete veces Primer Ministro con dos dinastías, las de Saboya y Borbón, y con una República, amén de dos regencias.
El rapto
Romántico como su siglo, Sagasta se enamoró solo una vez y fue un amor muy apasionado. Consta que, siendo ya Ingeniero de Caminos, cuando trabajaba en la Delegación de Obras Públicas de Zamora, raptó a una recién casada al salir de la iglesia, donde el padre, coronel retirado, la había matrimoniado con un capitán. La dama de Sagasta, Dª Angelita Vidal, tenía entonces unos 20 años. Y ambos vivieron en virtuoso pecado hasta que murió el marido de ella, en enero de 1885, 35 años después del rapto. Y entonces pudieron por fin contraer matrimonio, en febrero de 1885. Sesenta años tenía el novio y cincuentaisiete la novia. Tarde, pero ¡triunfó el amor! A la ceremonia también asistieron los hijos, ya mayores, de la pareja.
También amó dos ciudades, Logroño y Madrid. En la capital de España estudió, vivió y se consagró y, en Madrid, dejó el Centro Riojano, fundado en 1901 y del que fue Primer Presidente de Honor. También en Logroño dejó rastros indelebles, como el monumental Puente de Hierro sobre el Ebro para el ferrocarril, y una larga saga de políticos riojanos, los “sagastinos”, que rigieron el Ayuntamiento de la ciudad y la Diputación Provincial durante el último cuarto del siglo XIX y los primeros treinta años del siglo XX.
Muchos de los sagastinos pasaron también a Madrid. Fue el caso de Tirso Rodrigáñez Sagasta, Miguel de Villanueva, o los Amós Salvador, padre e hijo. Todos ellos fueron Ministros de España en alguna ocasión y también intervinieron en la vida madrileña. Amós Salvador (padre) fue Vicepresidente 1º del Ateneo de Madrid, en varias ocasiones, y Tirso Rodrigáñez fue el Segundo Presidente del Centro Riojano de Madrid.
O’Donnell
Uno de los gestos más recordado de Sagasta tuvo lugar al inicio de su carrera política, en 1856, en los enfrentamientos del final del Bienio Progresista (1854-1856), entre el liberalismo radical -la Milicia Nacional-, y el liberalismo moderado, representado por las tropas de O’Donnell. Don Práxedes, tras haberse batido en las calles al frente de los milicianos nacionales, volvió a las Cortes, a su escaño de diputado por Zamora, para una última resistencia. Y quiso el destino que, estando en el uso de la palabra, cayera a su lado un cascote de las bombas que O’Donnell lanzaba contra la Carrera de San Jerónimo. Sagasta, con calma y serenidad, cogió un pedazo de la metralla aún caliente y dijo a la presidencia: “Pido que conste en acta”. Y constó, claro. Estos rasgos de majeza ayudan a labrar famas muy perdurables.
Con la Revolución de 1868 Sagasta llegó a ministro. Formó parte del Gobierno Revolucionario de Prim de ese año, como Ministro de Gobernación. Y no hay dudas. Fue ése el primer Gobierno de España del que hay una fotografía, y ahí, en la foto, está Sagasta. No fue fácil para él sortear las alternativas revolucionarias del Sexenio.
Tras la Revolución de 1868, que destronó a Isabel II, otros se mantuvieron en la línea miliciana y conspiratoria tradicional del progresismo de cuartelazos. Pero Sagasta atravesó los primeros momentos de la Gloriosa Revolución con Prim, para volver al gobierno, pero con Amadeo de Saboya. Antes había impuesto el silencio sobre el asesinato de Prim, su jefe. Quizá porque Sagasta sabía demasiado o, quizás, porque previó que María de las Mercedes de Orleans, hija de uno de los organizadores del asesinato de Prim, Montpensier, podría llegar a ser reina de España, como efectivamente sucedió.
Amadeo de Saboya
Cuando organizó las primeras elecciones del reinado de Amadeo de Saboya, a requerimientos del monarca sobre la limpieza en el escrutinio electoral, Sagasta le dijo al Rey: Serán todo lo limpias que en España puedan ser. Como todos saben, los seis gobiernos de Amadeo de Saboya, en los dos años de su reinado, no lograron asentar la nueva monarquía, ni acallar las armas, y la crisis política y social fue en aumento entre 1871 y 1872. Ante ese panorama, el cada vez más agobiado Amadeo I, presentó finalmente su renuncia a la Corona española, el 11 de febrero de 1873.
Por un curioso azar de la política, tanto Cánovas como Sagasta quedaron fuera de las Cortes republicanas en 1873. Dos años después, en 1875, y gracias al concurso de Sagasta -aunque poco se insiste en ello-, Cánovas pudo construir el edificio de la Restauración, hecho de alternancia partidista, liberalismo compartido y limitada afición a la democracia. Menos sincero que Cánovas, Sagasta resultaba mucho más llevadero en el trato personal. Se cuenta la anécdota de que, al morir asesinado Cánovas, en 1897, al final de los funerales, Sagasta dijo a los personajes principales que allí se congregaron: Ahora que ha muerto el gran hombre, ya podemos tutearnos.
Gobierno en la I República
Entre esos vaivenes políticos, también presidió el último gobierno de la efímera I República española, en 1874. La República de 1874 fue una iniciativa del general Serrano para establecer la República sobre bases más cabales que el federalismo cantonal. Un intento poco estudiado y probablemente una de las más interesantes experiencias políticas de España en el siglo XIX, que sería malogrado por el retraso de las operaciones militares, que impidió la victoria final sobre los carlistas en el mismo año de 1874. Pero el frío otoño de 1874, que obligó a suspender las operaciones militares a finales de octubre, facilitó que prosperase la conspiración del general Martínez Campos para hacer Rey a Alfonso XII. El Pronunciamiento de Martínez Campos, el 29 de diciembre de 1874, se dio contra un gobierno presidido por Sagasta.
Sagasta dejó entonces de ser un liberal-progresista extremado, comandante de la Milicia Nacional y anticlerical que había sido, y pasó a ser un hombre de gran formalidad, gran componedor y astuto maniobrero, cuyo lema fue: “No hay orden sin libertad ni libertad sin orden”. Su enrevesada y a veces contradictoria trayectoria ideológica es fiel reflejo de la seguida por casi toda la izquierda liberal española en la segunda mitad del XIX. Sagasta no cambió más de lo que lo hizo su base social y tal vez por eso la representó tan cabalmente durante tantos años. Pero es que sus bases sociales cambiaron realmente mucho en el último tercio del siglo XIX. No fue fácil su pase desde la izquierda liberal, hasta la jefatura indiscutible del Partido Progresista, tras rebautizarlo como fusionista, en 1876. Fue el líder de los posibilistas, lejos de exaltados y republicanos.
Ley del Sufragio Universal Masculino
No tuvo el verbo de Castelar, ni la clarividencia de Cánovas, pero supo convertirse en el Viejo Pastor para el desorientado progresismo en 1875. Además, en lo personal, fue hombre de honradez intachable, de afabilísimo trato y con una valentía que lo hizo muy popular. Los azares del destino se conjugaron casi siempre a su favor y, ya que los molinos del destino muelen extraordinariamente fino, no cabe duda de que la fortuna estuvo de su parte en muchas de las crisis trascendentales. El veterano líder aprovechó las posibilidades de la Restauración, para hacer leyes renovadoras. Sagasta creó la Abogacía del Estado y logró la aprobación de la Ley del Sufragio Universal Masculino, del Código Civil, de la Ley de Asociaciones, de la Ley de Régimen Local, del Matrimonio Civil, la Ley de Prensa y otras de gran calado.
Pero, como al principio se apuntó, casi lo que más se ha discutido sobre Sagasta han sido las circunstancias y su comportamiento al frente del Gobierno, cuando España entró en la Guerra contra los Estados Unidos, en 1898, con el resultado conocido por todos y lamentado por muchos. Su sexta llegada al Gobierno, en 1897, fue por expresa petición personal de la Regente María Cristina, con la que Sagasta tenía magnifica relación. La causa de esa petición de la Regente era tan lógica como sombría: tras el asesinato de Cánovas por el anarquista Angiolillo, que pretendía vengar los fusilamientos de Montjuich (1896-97), denunciados en la prensa europea como un renacer de la Inquisición, la reina creía que sólo un liderazgo fuerte, como el de Sagasta, podría superar la difícil situación de España.
La pérdida de Cuba
Sagasta nunca rechazó el poder, pero entonces, además, se sintió en la obligación de ocuparlo. Entre sus más jóvenes ministros estuvo Antonio Maura que, años antes, había preparado un audaz e inteligente plan de autonomía para las colonias. Sagasta quiso aplicarlo, lo que decidió a los Estados Unidos, y a los rebeldes cubanos, a desatar su ofensiva final en 1898: si triunfaba la autonomía, perderían la guerra. Así lo pensaron norteamericanos y cubanos. Y que USA empujó a una España, militarmente inferior, a una guerra suicida, como la del 98, nadie puede tampoco dudarlo. La explosión del Maine -como dice Carlos Alberto Montaner en su novela Trama– fue una excusa proporcionada por los cubanos a los norteamericanos para declarar la guerra. Aunque sin esa excusa, hubieran encontrado otra.
Es falso que los altos mandos militares y civiles españoles no supieran que, en 1898, Estados Unidos tenía mucha más fuerza, en recursos, población, barcos y cercanía a Cuba. Pero es cierto que lo ignoraron. Nadie plantó cara a la demagogia política y periodística, que caricaturizó hasta la náusea el conflicto y no permitió la entrega o la venta de Cuba, que fue el ultimátum de Estados Unidos. Antes que vender o regalar, se optó por hacer una guerra para perderla. En esos momentos desplegó sus altas dotes, las que le habían dado la fama de “político de las horas difíciles”. Sagasta no se sintió feliz del encargo recibido para pilotar aquella crisis. Durante las discusiones en las Cortes, tras el desastre, los partidos echaron sobre Sagasta el fardo de la derrota, cuando casi todos habían propiciado la guerra y muy pocos se opusieron a ella.
Panteón de Hombres Ilustres
No murió en la Presidencia del Gobierno por un mes. El último gobierno de Sagasta cayó el 6 de diciembre de 1902. El falleció el 5 de enero de 1903. Sus restos reposan en el Panteón de Hombres Ilustres de Atocha, en Madrid. Acompañado de liberales de la primera época, como Mendizábal, Olózaga, Calatrava, Muñoz Torrero, Martínez de la Rosa y Argüelles, junto con otros liberales de la siguiente generación del XIX, como Ríos Rosas. Y con ellos yacen también para siempre los restos de los últimos liberales de ese siglo, como su gran adversario, Cánovas, así como Eduardo Dato y Canalejas, los tres asesinados. Un conjunto de sepulcros de gran belleza y simbolismo, que vale la pena visitar.
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