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Seguridad y social: origen y crisis

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Las bases de los sistemas de previsión social, comunes en las economías occidentales, tienen su origen en las reformas políticas instauradas a finales del siglo XIX para intentar atajar los estallidos episódicos de conflictividad obrera.

El 17 de noviembre de 1881, el canciller del Reich Otto von Bismarck, abría la sesión del Reichstag en nombre del emperador y entre otras cosas afirmaba “… En tal sentido, se presentará por el gobierno un proyecto de ley sobre aseguramiento de los trabajadores contra los accidentes de trabajo (…) y un proyecto de ley de creación de un sistema, con base paritaria, de cajas de enfermedad. También se considerará la situación de quienes pierdan la capacidad de trabajo por edad o invalidez, pues tienen frente a la comunidad una pretensión fundada de mayor asistencia pública de la que hasta ahora se les ha dado”.

En España, fue el conservador Dato quien esbozó las primeras medidas de protección social en realidad el embrión de lo que, andando el tiempo, se convertiría en nuestra seguridad social actual, con su declaración de 1900 en la que se obligaba a las empresas a responsabilizarse directamente de los accidentes laborales de sus empleados. Durante la II República se profundizó en la legislación social, aunque las reformas proyectadas acabarían por tener muy escasa efectividad. En esta etapa se aprueba la creación de la Caja Nacional contra el paro forzoso, el seguro obligatorio de accidentes de trabajo y una ley de bases para un seguro de enfermedades profesionales. En los primeros años del franquismo, la legislación social es deudora de las políticas implantadas en Italia por el régimen fascista. A lo largo del régimen de Franco, en desarrollo del “Fuero del Trabajo” y del documento constitucional del “Fuero de los Españoles”, se implantan el denominado “subsidio familiar” (1937), completado con el posterior “plus familiar”, el seguro obligatorio de enfermedad (1942), el subsidio obligatorio de vejez e invalidez (1947), el de viudedad (1955) y se pone en marcha el primer mutualismo laboral, que recoge las pensiones de jubilación, viudedad y orfandad.

Pero los principios inspiradores de toda esta legislación social seguían el patrón bismarkiano, que contaba con el gran factor de estabilización que suponía la existencia en el mundo de un patrón oro, que eliminaba en gran medida las tentaciones inflacionistas de los gobiernos. Aquel se basaba en la cuasi independencia de la Hacienda Pública, en la reducción de la condición de beneficiario tan sólo a los contribuyentes del sistema y la utilización de las técnicas actuariales típicas del seguro privado en las que se basa el modelo de capitalización.

Tras la II Guerra Mundial, se imponen las tesis keynesianas que modifican sustancialmente los principios rectores de la función previsora estatal, pasándose a un sistema financiado fuertemente por el Estado a través de los impuestos y basado en un régimen de reparto.

El modelo era insostenible per se a largo plazo, pero sus problemas se agravaron con la existencia de altos niveles de paro, fenómeno casi marginal hasta la crisis de los 70, que se unían a la rémora de varias décadas de inflación sostenida fruto del abandono del patrón oro, que consumieron gran parte de las reservas estatales. En España, en 1974, había según la EPA 398.000 parados (1,98%). En 1984 la cifra ascendía a 2.869.000 (21,69%), el doble de la media de los países de la entonces CEE. En este periodo, cada cotizante pasó a tener una persona beneficiaria más a su cargo.

El sistema sigue enviando señales de alarma desde hace décadas, pero a pesar de que gobiernos restrictivos del gasto público, como las dos legislaturas de Aznar, pueden aliviar la situación, se trata tan sólo de preterir la implosión inevitable del Estado del Bienestar, acuciado por el fenómeno de inversión de la pirámide poblacional. Se impone una reforma estructural de los usos de previsión social estatales y volver al modelo actuarial para el que se diseñó en su día como única forma de evitar el desastre.

El problema es que los políticos tienen una preferencia temporal inmediata, que en ningún caso suele ir más allá de los cuatro años que hay entre cada proceso electoral y muy pocos se atreven a asumir los riesgos de una medida altamente impopular entre la masa aborregada “Estado-dependiente”. Hasta que el invento no de más de sí… pero entonces, piensa el político, “que lo arregle quien esté en ese momento disfrutando del poder”.

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