Ley, democracia y libertad. En torno a esos tres significantes y sus respectivos significados se plantea el debate sobre la secesión territorial y el derecho -existente o no- a la propia. En ocasiones se confunde con el derecho de autodeterminación, que se encuentra perfectamente estipulado y delimitado en tratados internacionales y que, como veremos, no corresponde ni afecta al caso de España, y más en concreto, de Cataluña. Si pretendemos mantener un debate coherente sobre el ciertamente abstracto derecho de secesión, debemos primero plantear una visión general del asunto para, más adelante, adentrarnos en el caso concreto que nos preocupa para el estudio de la cuestión, tratándose este del independentismo catalán, transformado en secesionismo etnonacionalista, a lo largo de las últimas décadas. Para poder mínimamente alcanzar una conclusión algo coherente y alejada de todo tipo de fanatismo acerca del asunto que nos acaece, debemos en primer lugar revisar multitud de conceptos, comenzando por la democracia misma y lo que entendemos por ello.
En primer lugar, debemos tener en cuenta que la democracia -al contrario de lo que alegan muchos demócratas pretendidamente liberales hoy en día- no puede basarse únicamente en la satisfacción de las demandas y/o exigencias populares, o dejarse guiar por las movilizaciones masivas. La democracia en todo momento ha de atender a algún tipo de razón legal y/o moral de orden superior si no desea pervertirse en una tiranía de las mayorías. Para comprender el concepto, introduzcamos un ejemplo práctico. Imaginen por un momento que el día de mañana, respaldado por un proceso electoral democrático, legal y legítimo, un partido situado en el extremo izquierdo del tablero político obtuviera una mayoría absoluta y llevara a cabo la expropiación de todos los medios de producción y la riqueza privada del país. Llevemos ahora el ejemplo al extremo opuesto e imaginen que un partido neofascista en cualquier país del mundo lograra obtener una mayoría absoluta en el parlamento y lograra, gracias a esta, reintroducir leyes de segregación racial y étnica en el espacio público. ¿Serían dichas decisiones democráticas? Si entendemos la democracia como un proceso mecánico, sí. Por el contrario, si entendemos la democracia como un proceso orgánico, con mecanismos de gatekeeping y checks and balances -que es como la entiende el constitucionalismo liberal y legislativo- entonces, definitivamente, dichos movimientos no serían catalogados como democráticos y existirían ciertos cortapisas legales, como es el caso de la Constitución, para impedir los mencionados atropellos a la libertad individual y a los derechos de los ciudadanos.
Por lo tanto, queda meridianamente claro que no podemos interpretar el concepto de “democracia” únicamente como el gobierno del pueblo, entendido este como gobierno de la mayoría, en su más pura traducción del griego antiguo, sino que debemos introducir en dicha definición la función de las instituciones, tanto naturales como políticas en democracia, ya que han sido estas las que han construido los regímenes liberal-democráticos en la actualidad, apoyadas en una Constitución y un poder legislativo, o en el common law, en algunos casos más cercanos al mundo anglosajón. Conviene recordar que fue tras la Segunda Guerra Mundial cuando se insistió verdaderamente en la construcción y consolidación de regímenes democrático-constitucionales, que hicieran especial énfasis en la separación de poderes y los límites de la política. Esto se traduce en que no toda movilización, por muy mayoritaria que sea ha de obtener automáticamente un halo de legitimidad democrática. El respeto a la libertad y los derechos individuales han de prevalecer siempre, y es por ello por lo que el Estado de derecho es la pieza clave para la protección de nuestro orden democrático. Sin un marco normativo superior no hay democracia. Sin ley no hay democracia.
La democracia ha de respetar la tradición, y la tradición ha de respetar la democracia. Debemos ser conscientes de que, desde prácticamente mediados del siglo XIX, la democracia ha ido construyéndose a sí misma y estableciendo sus propias delimitaciones. Por lo tanto, la democracia no tiene memoria propia -como quieren hacernos creer Carmen Calvo y Yolanda Díaz-, ni tampoco se pone de parte de unos u otros en conflictos políticos y legales -como quieren hacernos creer los secesionistas catalanes-. La democracia ha de imperar a través del orden constitucional y convalidando su relevancia y legitimidad sobre una base histórica real.
Es aquí cuando entra en juego el nacionalismo, en el sentido más amplio posible del término. Al liberalismo incluso se le puede achacar haber sido nacionalista durante buena parte de su historia reciente. Solo tenemos que remontarnos al siglo XIX y observar cómo el liberalismo que luchaba contra la prevalencia del Antiguo Régimen era un liberalismo nacionalista, favorable a la homogeneización cultural e identitaria en torno al Estado-nación, al ser este liberalismo a su vez bastante centralista y contrario a las identidades locales o regionales, con un caso muy claro al respecto, como fue el de España y los isabelinos. Pero no es este concepto de nacionalismo el que más haya preocupado a lo largo de la Historia.
El nacionalismo más oscuro dio pie y se nutrió de ideologías totalitarias como el fascismo italiano o el nazismo, sumándole a la ideología nacionalista una notoria ración de darwinismo social, llevando al colapso global y a los mayores crímenes del siglo XX, junto a las veleidades asesinas de regímenes comunistas como el de Stalin, Mao o Pol Pot. Cabe recordar, aunque a muchos revisionistas actuales del comunismo les duela admitirlo e incluso traten de ocultarlo, que los mencionados regímenes comunistas, tras un falso velo internacionalista, en el fondo escondían fuertes pulsiones etnonacionalistas, que se vieron plasmadas en tragedias como el Holodomor. Algunas de estas tragedias son las que han llevado a teóricos como Habermas a reafirmar su preferencia por un orden político global y supranacional que difumine hasta eliminar la figura del Estado-nación, afirmación que no respaldo en su gran mayoría, aún desde mi convencido europeísmo.
Hasta aquí la carta de presentación del nacionalismo. Ahora volvamos a una cuestión mucho más relevante para el tema a tratar en este texto, como es la existencia, o no, de la legitimidad de la secesión y si esta compone un derecho.
El primer problema que encontramos aquí es el de creación de supuestos derechos artificiales sin ningún respaldo legal. Es por ello que un gran número de políticos, basándose en un falso derecho a la secesión, alentaron a muchos ciudadanos ideológicamente cercanos al independentismo catalán a saltarse la legalidad vigente, y cometieron incluso ellos mismos actos contrarios a lo legalmente establecido. Por ello siempre se insiste en que cualquier debate respecto a la secesión o autodeterminación de un territorio ha de desarrollarse dentro de las delimitaciones establecidas por la ley, con el propósito de evitar debatir sobre falsas o distorsionadas percepciones de la política. Las políticas de identidad han hecho mucho daño en este plano, ya que han proporcionado un supuesto halo de legitimidad ejecutoria a ciertas ideas cuya puesta en práctica chocaría frontalmente con la legislación vigente del Estado español. Pero no son únicamente los nacionalistas catalanes o vascos los que caen en este error frecuentemente. Desde el nacionalismo español, encarnado hoy en día principalmente por Vox, se promueven ciertas políticas de identidad que, de nuevo, chocan con el marco legal establecido, muchas veces incluso en el plano internacional. En este caso hablo de políticas principalmente relacionadas con el control de los flujos migratorios y el quebranto de tratados y convenios internacionales firmados al respecto.
Por otro lado, hay mucha gente que suele confundir el derecho a la autodeterminación con el derecho de secesión, junto con el papel que el primero juega en el orden nacional e internacional. Cabe aclarar, por lo tanto, que mientras el derecho de secesión no se encuentra reconocido ni en la esfera nacional ni internacional, el derecho de autodeterminación sí; aunque no es reconocido en prácticamente ningún país a nivel nacional, en la esfera internacional sí que es recogido por la ONU, eso sí, bajo determinadas y muy específicas circunstancias. La Carta de Naciones Unidas circunscribe el derecho de autodeterminación a dos premisas básicas, de las cuales al menos una de las dos ha de cumplirse para que dicho derecho pueda hacerse efectivo. Para que un territorio pueda acogerse al derecho de autodeterminación, los derechos de este territorio han de ser flagrantemente violados por la nación en cuyo seno se encuentra comprendido, o, en su defecto, haber sufrido una ocupación colonial previa. Ninguno de los dos es el caso de Cataluña, ya que, además, la región española ni siquiera se encontraba en la lista de territorios para los cuales el presidente Wilson diseñó dicha prebenda, que fue incluida en el Pacto de la Sociedad de Naciones al finalizar la Gran Guerra. Dicho derecho de autodeterminación restringido se encuentra dentro de las teorías remediales sobre la autodeterminación, aplicables a un número de casos muy limitados.
Por lo tanto, tal y como podemos observar, en el plano legal, Cataluña no dispone de un supuesto derecho de autodeterminación, y no se encuentra este recogido ni en la legislación nacional ni, aún encontrándose activo en el derecho internacional, tampoco puede acogerse a él. Es decir, el hecho de que los nacionalistas catalanes hablen sobre un supuesto derecho de autodeterminación no va más allá de las soflamas populistas y la propaganda política.
Es aquí donde debemos alargar algo más el debate y pensar en qué tipo de reivindicaciones, más allá de las puramente legislativas o en base a derechos, pueden exponer aquellos que abogan por la secesión o autodeterminación de un determinado territorio.
Comencemos por las teorías en torno a la propia autodeterminación de carácter nacional. Para que esta exista, el territorio al que hagamos referencia ha de encuadrarse dentro del concepto de nación, ya que dicha teoría se enmarca en los principios normativos del nacionalismo posromántico. Y es precisamente esta teoría la que da pie al carácter xenófobo de parte del movimiento independentista catalán, pero que podemos encontrar igualmente, aunque revertidas, en boca de nacionalistas españoles. Estas soflamas se basan en que la nación, más allá de las delimitaciones territoriales, se encuadraría en un marco cultural homogeneizador, y aquellos individuos situados fuera de dicho encuadre no estarían representados como miembros de la nación. Ahora ya saben de dónde viene el empecinamiento de Joaquín Torra con el “ADN catalán”.
En segundo lugar, y aún habiéndolo tratado previamente por encima, otro de los encuadres para la construcción de demandas políticas supuestamente legítimas en torno a la autodeterminación se centran sobre las teorías de carácter plebiscitario. Dichas teorías alegan que con que una mayoría simple de ciudadanos dentro del territorio a separar sea favorable a dicha secesión esto otorgaría validez y legitimidad a la demanda política de autodeterminación. Si llegamos a aceptar dicha premisa con base en el derecho de libre asociación, esta debería ser de aplicación global y, por lo tanto, llevándolo al plano más práctico, serviría también para el supuesto caso de secesión de Tabarnia del resto de Cataluña. Curiosamente, dicha secesión interior no fue aceptada por parte de los nacionalistas catalanes con base en argumentos de carácter etnonacionalista.
Al final, y en medio de todo este entramado teórico, el argumento esgrimido por los independentistas catalanes gira siempre en torno a lo mismo. En un primer lugar, alegan una supuesta legitimidad democrática con base en movilizaciones populares que, como hemos observado anteriormente, poco tienen que ver con la democracia dentro del marco del liberalismo legislativo. Por otro lado, tratan de construir su propia nación con base en principios de homogeneización cultural y territorial más propios del volkismo del pasado siglo XX. Finalmente, algunos dirigentes independentistas catalanes, como es el caso de Joaquín Torra, han llegado incluso a defender la vía eslovena, es decir, un proceso de declaración unilateral de independencia y una ejecución de la secesión territorial haciendo uso de la violencia.
En conclusión, tal y como podemos observar, hoy en día en España no existe el derecho de autodeterminación, aunque bien es cierto que la Constitución acepta enmiendas que, con el apoyo suficiente de ambas Cámaras, podrían llegar a incluir dicho derecho en la vigente legislación. Vías democráticas existen para ello, pero tristemente, los independentistas suelen optar por argumentos etnonacionalistas, excluyentes y disgregadores.
Referencias
Habermas, J. (2001), “The Postnational Constellation: Political Essays”, MIT Press.
Smith, A. (2014), “The Origins of Catalan Nationalism”, Palgrave Macmillan.
Aún no hay comentarios, ¡añada su voz abajo!