Lo antinatural más arraigado en la humanidad viene de la propia religión.
Las fotos representan a gente que mutila sus cuerpos o los deforman en busca de algo que no sé qué es, pero que en todos los casos son emulaciones de prácticas primitivas, o actuales pero marginales, de religiosidad. Esa antinaturalidad, podríamos llamarla, ha estado especialmente asociada al misticismo (igual que las drogas y el alcohol), que es el mundo de lo sobrenatural. Aunque probablemente ahora las personas que practican la alteración de sus cuerpos no estén inspiradas por acceso a otros mundos, sino por una estética, tal vez incluso por una antiestética o una forma de provocación.
Cuando hablan no parecen gente violenta sino todo lo contrario. La tentación es siempre asignarles algún tipo de “patología” en su forma de pensar. No puedo evitar las grandes lecciones de Thomas Szasz al respecto para ver que la psiquiatrización es al final del día otra manera de etiquetar lo que está en contra de lo que “nosotros” pensamos que debería pasar, pero se lo ponemos como estigma a seres humanos autodeterminados, como una manera de negar su autodeterminación y legitimar cierta intervención sobre ellos en nombre de algo en apariencia científico. Siempre recurriendo a la trampa de la mera definición. Al virus de la viruela lo observamos en el laboratorio, pero al del síndrome de alterarse el cuerpo no, es un “diagnóstico” hecho sobre la base de la anormalidad y la antinaturalidad.
Como digo, lo antinatural más arraigado en la humanidad viene de la propia religión. Esas mutilaciones de la foto. El autoflagelo o la castidad, el ayuno o la penitencia. Son todas formas de buscar algo en un más allá, pagando un costo en el más acá. Sus versiones modernas tienen un “más allá” propio, nada organizado, nada que responda a una tradición o libro. En ese sentido parece mejor, en tanto la individualidad es una gran ventaja evolutiva.
La gente “rara” nos obliga a poner en duda nuestro concepto de humanidad y de naturaleza humana, porque tendemos a ponerla en lo “normal”. Aunque lo más sano fisiológicamente es no mutilarse ni física ni psicológicamente, eso no quiere decir que sea lo que la consciencia quiere. Si no sabemos por qué lo quiere o si simplemente no sería nunca lo que nosotros querríamos. Una reacción visceral y primitiva sería el rechazo. Eso también ha sido lo habitual en la humanidad, el deshacerse del distinto o considerarlo una señal de enojo de los dioses. No solo hay miedo a ellos, sino también miedo a los que los agredirán y el resguardo para esto últimos es sumarse a los agresores.
Desde una posición “objetivista” randiana un tanto simplista, pareciera que esta no conformidad de la consciencia con el cuerpo y su estrategia de supervivencia es un levantamiento contra la realidad. De hecho, Ayn Rand hacía mucho hincapié en el problema del misticismo y su irracionalidad. Digo simplista porque también me puede parecer limitada esa perspectiva y entender, sin salir del objetivismo, que la naturaleza humana no es la naturaleza de la fisiología, ni de los genes, sino fundamentalmente su naturaleza consciente, que la lleva a amar el arte, casi siempre sin que le dé de comer, o al tirarse de paracaídas y cosas como correr peligros por mera excitación forma parte de ella. Esas situaciones y estas personas raras nos llevan a pensar más que nada en lo humano elevado por encima del mecanicismo “natural”. Me puedo aventurar a entender el seguir lo antinatural como una forma de exaltar lo humano más humano.
Nuestras reacciones, las de los que somos “normales” en eso y seguramente no lo somos en otras cosas, es la de cierta perplejidad y tal vez temor. Pero la civilización que la humanidad ha construido en los últimos doscientos años nos debería ayudar a crecer hacia niveles más altos de tolerancia y a entender nuestra inquietud ante el cambio como un problema nuestro y no de los que cambian. La sociedad libre no tiene límites en producir sorpresas y actividades extrañas y eso la hace todavía más fuerte, no más débil. Es aquí donde las religiones se encuentran sumamente limitadas para proveer de una ética que acompañe ese crecimiento en las experiencias, porque todo les parece perdición y degradación, especialmente el tipo de flagelo que otros practican y no las que ellas promueven. Como diría Szasz, cuando las religiones se ven impotentes para encauzar a todos por los cánones tradicionales, aparece la psiquiatría en su auxilio para decretar “enfermedades” que privan de la voluntad a las personas “no explicables”, negando el carácter meramente penal de ese tipo de enfoque, pero también disfrazando la propia religiosidad de un manto secular, curiosamente.
En una sociedad viva lo raro es una fuente permanente de enseñanza y experiencias y nos ayuda a ampliar nuestros horizontes, nos proveen de cisnes negros todo el tiempo. Cuando decimos libertad, si hablamos en serio, estamos habilitando una multiplicidad de conductas. No se trata de sumarse a la rareza, ni siquiera de compartirla. Solo hay que valorar con fuerza el “dejar hacer” y crecer lo suficiente para comprender el valor que eso tiene.
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