De todas las formas posibles que puede tomar un Estado, el teocrático puede llegar a ser de los más agobiantes, violentos y peligrosos. A las habituales instituciones basadas en la coacción habría que unir una moral estricta, convertida en algunos casos en ley, y que en general impregna tanto las relaciones sociales como los comportamientos individuales. Esta religión puede ser la única permitida, siempre tiene rango oficial y está asociada al Estado, del que se beneficia de todo tipo de prebendas y favores. En ocasiones es difícil distinguir entre las instituciones estatales y las religiosas, ya que en algunos casos coinciden.
Aquéllos que tienen el poder político suelen coincidir con los máximos dirigentes religiosos y poseen una estructura jerárquica clara, compatible con la estatal. Controlan la cultura, la formación, la educación y, en general, el comportamiento social, ligando cualquier otra actividad a las reglas religiosas, de forma que no se distingue lo que en Occidente se ha venido llamando los tres poderes. Todos o casi todos los habitantes del territorio están bajo esa ley. Según la naturaleza de la religión, estos estados pueden ser expansivos/imperialistas o cerrados/autárquicos.
Evidentemente, no todas las teocracias son tan asfixiantes como esta descripción puede dar a entender. Manteniendo en ambos casos dos tipos de moral que a muchos no gustan, el Vaticano, con el Papa como máximo dirigente, o el Tibet, con el Dalai Lama, son lógicamente mucho más flexibles y abiertos que cualquier país donde rige la Sharia como principal ley. Como en toda institución humana compleja, hay grados.
Desde finales de los años 60/70 del siglo pasado, se ha venido produciendo un cambio lento, pero constante, en el mundo islámico hacia posiciones cada vez más extremistas. La revolución iraní, que terminó con el gobierno del Shah e instauró el de los Ayatolás transformó un país donde se percibían signos de occidentalización en un régimen donde las leyes y normas musulmanas desterraron de las calles todo signo de «decadencia occidental».
A lo largo de estos años, países como Afganistán, Pakistán, Argelia o, más recientemente, Irak, Siria o incluso Libia han experimentado o están experimentando, en su totalidad o en parte de su territorio, procesos similares que los están transformando en regímenes islamistas o donde el islamismo tiene un gran peso político y social. Incluso países como Egipto, Túnez o Turquía, donde el peso de la religión ha estado más limitado que en los árabes, han experimentado procesos políticos que han llevado a los islamistas al poder, con mayor o menor éxito.
Además, países como los árabes, que ya tenían un fuerte componente religioso en sus gobiernos, han experimentado un incremento de dicho peso y han alentado revoluciones en otros lugares del mundo, incluso apoyando directamente a grupos terroristas. Procesos recientes como la que llamaron Primavera Árabe, pero que ha afectado a muchos más países que a los árabes, han incrementado el peso de los islamistas en los gobiernos locales o incluso nacionales.
A diferencia de otros movimientos ideológicos, el islamismo no ha buscado necesariamente la alineación con las grandes potencias, siendo esta alianza, cuando se ha producido, circunstancial. Así, afganos de toda condición lucharon contra los soviéticos y tuvieron ayuda occidental; unas décadas después, esos mismos afganos y sus descendientes han luchando contra los que antes fueron sus aliados. Hoy por hoy, los musulmanes tienen problemas con las grandes potencias: Estados Unidos, Rusia, China o India, en confrontaciones directas, como la que tienen con el primero, o en conflictos internos o más localizados o menos publicitados, en el caso de los demás.
Estas confrontaciones no son sólo con enemigos externos. Los conflictos entre los propios musulmanes articulan de alguna manera la naturaleza de sus sociedades. Los chiíes y los suníes siempre han tenido serios problemas de convivencia, muy en la línea de los que tuvieron las iglesias, monarquías y estados cristianos durante los siglos XVI y XVII. Por otra parte, los árabes no se llevan bien con los persas (iraníes), turcos o magrebíes y otras nacionalidades o culturas.
Llama la atención que buena parte de la violencia terrorista ligada al mundo musulmán ocurra dentro de él y dirigida hacia aquellos que no comparten la interpretación del perpetrador. Vaya por delante que los «aliados» musulmanes son los que más víctimas palestinas suman y que la reciente guerra civil entre Al-Fatah y Hamás ha sido mucho más cruenta y sanguinaria que los recientes conflictos con los israelíes. Las cifras de muertos de los atentados contra mezquitas chiíes o suníes, de ser más publicitadas y analizadas por los medios de comunicación, escandalizarían a los honestos analistas que califican la importancia de un conflicto en función del número de víctimas mortales.
Uno de los más recientes episodios se ha dado en el territorio de Irak y Siria, donde Abu Bakr al-Baghdadi ha proclamado el Estado Islámico de Irak y Levante (EIIL en español y más conocido en el extranjero por su acrónimo inglés ISIS), que se extiende por el momento por territorio sirio e iraquí y que se articula como califato. El éxito de Abu Bakr ha sido meteórico y de él poco se sabe a ciencia cierta, mezclándose la leyenda con datos más o menos contrastados. Se cree que nació en la ciudad de Samarra, al norte de Bagdad, en el año 1971, que su verdadero nombre es Ibrahim bin Awad bin Ibrahim al Badri al Radawi al Husseini al Samarra’i, se doctoró en la Universidad Islámica de Bagdad y era clérigo en una mezquita de su ciudad natal cuando los Estados Unidos invadieron Irak en el año 2003. Ingresó en 2009 en el Estado Islámico de Irak, tras haber pasado varios años en un centro de detención, y un año después llegó al puesto más alto, después de que el líder anterior, Abu Omar al Baghdadi, fuera abatido. Después de ello, los intereses del EIIL son globales, abarcando desde la India hasta la mismísima Al-Andalus, territorios a los que «ha puesto» bajo su ley y donde la interpretación de su visión del Islam y la fe es básica.
Más allá de que esos datos sean ciertos o no o que sus intenciones sean un sueño o tenga poder real para imponerse, el EIIL ocupa y controla una amplia superficie tan grande como Jordania, en la que se sitúan ciudades iraquíes tan importantes como Mosul, Tikrit, Samarra y Faluya, o ya en Siria, Alepo. Ese control pasa por el de los recursos naturales de la zona, básicamente petróleo, que le pueden reportar financiación a su movimiento, los fondos y depósitos de los bancos de la zona y, en general, las riquezas acumuladas, sea cual sea su naturaleza, y lo que desde el punto de vista militar tiene más importancia, las armas que eran parte del ejército iraquí, incluyendo varios helicópteros Black Hawk.
El EIIL está implicado íntimamente tanto en la guerra civil siria como en el conflicto iraquí, y de ambos se alimenta territorialmente. Sus brutales ejecuciones son publicadas en las redes sociales y no es muy difícil encontrar vídeos donde se pueden ver las torturas a las que someten a los miembros de las fuerzas armadas iraquíes, que terminan siendo ejecutados sin que haya demasiados occidentales progresistas especialmente aturdidos o escandalizados. La crudeza y el extremismo del EIIL ha llegado incluso a la ruptura con Al-Qaeda, nada sospechosa de tolerancia y neutralidad, que lo expulsó en febrero de este año de la organización.
La ONU ha denunciado recientemente que en las nuevas ciudades ocupadas por el EIIL se ha producido un éxodo masivo que ha afectado a más de 200.000 personas, principalmente de la minoría yazidi, que es considerada por muchos musulmanes como adoradores del diablo, que se han visto forzados a abandonar sus hogares, huyendo a zonas más tolerantes con sus ritos y creencias. Por otra parte, los islamistas han comenzado a concentrarse y retomar las operaciones militares en la región autónoma kurda, donde también se producen éxodos y donde el acceso a comida, medicinas o agua potable es cada vez más difícil, tal como ha denunciado Nickolay Mladenov, enviado especial de la ONU a la zona. Esta migración forzosa, si no una limpieza étnica que se repite intermitentemente, no tiene demasiada repercusión en los medios españoles, más preocupados de las desdichas, ciertas o no, de ciertos colectivos sensibles.
La inestabilidad que vive Oriente Medio (guerra entre el terrorismo palestino e Israel, guerra civil siria, corrupción gubernamental e inestabilidad iraquí y afgana, entre otros conflictos), la riqueza petrolera de la zona, además de la nueva realidad geoestratégica global (Estados Unidos en retirada como garante de la paz mundial, sustitución de este papel por las potencias económicas y militares emergentes como China y Rusia) y el aumento de la presencia e influencia de potencias regionales como Turquía o Irán, están planteando a los gobiernos y estados implicados un contexto muy distinto al que había hace unas pocas décadas. Sin embargo, el nuevo califato no va a tener unas circunstancias fáciles en su proceso de expansión.
La aventura prodemocrática de Estados Unidos después de los atentados del 11 de septiembre de 2001 ha terminado con buena parte de la capacidad de de intervención en la zona. Estados Unidos no tiene intención política de intervenir en ningún conflicto a un nivel similar al de Afganistán e Irak, ni de liderar una intervención aunque sea auspiciada por la ONU, ni financieramente está preparado para una nueva guerra. Pero dado que el EIIL es suní y está persiguiendo o no tolerando a los chiíes, existen contactos entre el gobierno americano y su archienemigo Irán para cooperar y luchar con este estado emergente, además de estar colaborando con otras potencias y países de la zona para ayudar a su erradicación. Quizás pueda también esperarse una mayor implicación turca después de las elecciones del 10 de agosto.
Por otra parte, los intereses americanos en Oriente Medio están en retroceso. Precisamente, Estados Unidos está consiguiendo cierta independencia energética debido a la explotación de sus reservas por el sistema de fracking, lo que hace que sus grandes petroleras encuentren yacimientos lejos de conflictos regionales que encarecen y hacen más peligrosa su extracción. Sustituyendo a Estados Unidos se encuentra China, que tiene a los países árabes como uno de los socios comerciales principales. A ello hay que unir su acercamiento a Pakistán, el gran adversario de su también adversario económico, la India.
El volumen comercial entre China y estos países ha pasado de 25.500 millones de dólares en 2004 a 238.900 en 2013 y las previsiones para dentro de 10 años es que sean de 600.000. China necesita energía y los árabes tienen petróleo; entre 2004 y 2013, las importaciones de crudo árabe se han incrementado a un ritmo del 12% anual. A China no le interesa un nuevo estado que dificulte sus necesidades, así que a priori, es difícil pensar que esta potencia se convierta de la noche a la mañana en aliado del EIIL. Tampoco le interesa que el EIIL se implique en las revueltas de las poblaciones musulmanas de la provincia de Xinjiang.
Está claro que Irán, en su condición de persa y chií, no se va a convertir en su aliado, incluso como ya he comentado, está dispuesto a colaborar con EEUU, pero tampoco es probable que las monarquías árabes se pongan en manos de un autoproclamado califa, por muy suní que sea, sobre todo si éste es regeneracionista y considera que su alianza con Estados Unidos es una traición a los principios del Islam. Tampoco Al-Qaeda va a tolerar que este nuevo movimiento le coma poder, aunque de momento no ha podido evitar su expansión y su éxito.
El EIIL ha anunciado, quizá demasiado pronto, su interés imperialista y expansivo, avisando de esta manera a sus enemigos de sus intenciones, pero también dejando claro que va a por todas y que tiene suficiente confianza en sí mismo como para no dar rodeos. De momento, el gran aliado del EIIL está siendo la inestabilidad de la zona y, sobre todo, la corrupción del gobierno iraquí de Al-Maliki. Precisamente, la baja eficiencia y estabilidad de la «democracia» iraquí es la base del descontento y la razón por la que las viejas rencillas entre clanes y tribus dibuja un mapa dividido en tres partes: kurda en el norte, suní en el centro y chií en el sur del país, todos ellas en conflicto intermitente. Además, dejar de lado el apoyo estadounidense para ponerse en manos chinas no parece ahora una buena idea, cuando precisa ayuda y China mira hacia otro lado, como suele ser frecuente.
Echar la culpa de esta situación a Estados Unidos y en concreto a George W. Bush por las intervenciones afgana e iraquí, no es faltar a la verdad, pero sí es ocultar o querer ocultar otras circunstancias tan o más importantes. Oriente Medio siempre ha sido inestable, ya sea por tradición o por religión o por cualquier otra circunstancia. Desde que Roma dominaba Europa, la frontera con Persia ha estado ligada a conflictos entre Oriente y Occidente. Durante los últimos siglos, los imperios británico y francés, después de los turcos y antes de los americanos y soviéticos, han intentado mantener en paz una zona que no la ha conocido durante mucho tiempo seguido.
Esta tradición guerrera y conflictiva se ha agravado, más que calmado, con el petróleo que ha dado capacidad financiera a los guerreros. La ausencia de un verdadero mercado tampoco ha ayudado, ya que estos intercambios son fruto de intereses políticos y no tanto de los de las sociedades civiles. No es probable que los más viejos del lugar recuerden momentos de tranquilidad.
Hasta cierto punto, el nacimiento del EIIL es una consecuencia lógica y razonable de la deriva de los acontecimientos. El islamismo está empezando a tomar conciencia de Estado y podemos empezar a ser testigos de la proclamación de nuevos califatos por todo el globo o de la adhesión de ciertas zonas a los ya existentes. En Libia, donde la Primavera Árabe y la aventura bélica de Sarkozy se han traducido en una guerra civil, el portavoz del grupo terrorista Ansar Sharia, Mohamed al Zahawi, ha proclamado por radio el «emirato de Bengasi». Argelia y Egipto están en alerta, dado el carácter expansivo de este movimiento.
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