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Tres errores sobre el consumo local

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Como cada año, durante la Navidad, se multiplican los eslóganes para que los ciudadanos opten por el consumo local. Según sus promotores —políticos, empresas públicas, asociaciones de empresarios— consumir bienes producidos en la región o vendidos en comercios de proximidad beneficia a la economía local. Los ecologistas, por su parte, afirman que el consumo de productos «kilómetro 0» beneficia al medio ambiente porque reduce las emisiones de CO2 producidas por el transporte de mercancías.

De las campañas en «defensa» del consumo local inferimos la menor competitividad (relación calidad-precio) de algunos productores y comerciantes locales. De no ser así, estas campañas nunca se hubieran realizado. Sin embargo, no es el productor local, en general, el que está amenazado por los foráneos, por grandes distribuidores y la venta por Internet, sino específicos empresarios que no han sido capaces de adaptarse a los gustos de los consumidores; prueba de ello es el reemplazo de empresarios españoles por chinos en muchos negocios locales: bares, restaurantes, tiendas de alimentación, bazares, peluquerías, etc. A lo largo del artículo nos referiremos exclusivamente a esos empresarios locales «menos» competitivos que se benefician de campañas institucionales en las que se pide al consumidor que realice un sacrificio económico. Nuestro análisis sobre el consumo local desvelará tres errores: ético, lógico y económico.

a) Error ético

Cualquier campaña gubernamental destinada a fomentar el consumo local no es gratis y supone una transferencia coactiva de dinero desde los contribuyentes hacia los grupos receptores de las ayudas. La propaganda pública se realiza con dinero confiscado a sus legítimos dueños. Estos favores políticos constituyen una vieja práctica llamada mercantilismo: «Un sistema de privilegio estatal sistemático, particularmente para restringir las importaciones y subsidiar las exportaciones» (Rothbard, 2013a: 247). Las actuales campañas municipales de consumo local repiten los mismos errores del absolutismo real entre los siglos XVI y XVIII. Toda injerencia política en el libre mercado supone un perjuicio para la sociedad porque la «protección» de ciertos productores o comerciantes locales necesariamente empobrece a miles de consumidores que verán reducido su nivel de vida. Debe ser el empresario, grande o pequeño, local o foráneo, quien soporte exclusivamente los costes de cualquier campaña publicitaria.

Esta «defensa» del comercio local alcanza su paroxismo en la guerra que el ayuntamiento de Minas de Riotinto (Huelva) ha declarado a la empresa Amazon. La iniciativa «mojizon» permite a los residentes comprar en el pueblo por Internet y un empleado municipal realiza el reparto «gratuito» a domicilio. Estos juramentados del consumo local parecen ignorar que, sólo en España, Amazon tiene un catálogo de 180 millones de artículos distintos.

Sólo es ética la campaña publicitaria financiada con fondos privados (empresas, asociaciones empresariales, cámaras de comercio,¹ etc). También es éticamente admisible que el publicitario apele a los sentimientos identitarios —«lo nuestro», «nuestra gente», «nuestro pueblo»— para que el consumidor acepte voluntariamente el sacrificio de comprar productos más caros o de menor calidad que los foráneos.

b) Error lógico

Las campañas de consumo local son genéricas, pero, a grandes rasgos, pretenden fomentar el consumo de alimentos —carne, pescado, fruta, verdura, vino, queso, confitura, etc.— producidos o elaborados en la comarca. Pero si el transporte es malo porque contamina ¿por qué no extender la campaña al resto de bienes? Si los apóstoles del «kilómetro 0» fueran consecuentes con sus ideas (reducir la contaminación) deberían recomendar a los turistas que se quedaran en su casa pues, en términos relativos, el transporte aéreo es el más contaminante de todos. Por ejemplo, resulta contradictorio que el dueño de un hotel rural presuma de tener su propio huerto ecológico sin importarle demasiado que sus huéspedes hayan viajado en avión miles de kilómetros.

Por otro lado, muchos productores (elaboradores) locales deben comprar las materias primas en el exterior. Por ejemplo, el helado «local» alicantino se fabrica con leche asturiana, gallega o francesa. Con los bienes de capital ocurre otro tanto: los proveedores de mobiliario, maquinaria y herramientas se encuentran generalmente a cientos o miles de kilómetros. Si los productores y comerciantes compraran, a su vez, todo localmente (independiente de su precio y calidad), muy pronto quedarían fuera del mercado por falta de competitividad. En definitiva, no resulta admisible que el productor local pida al consumidor un sacrificio que él mismo, por necesidad o conveniencia, nunca hará pues está obligado a ejercer la función empresarial con criterio económico.

c) Error económico

Es muy popular la creencia de que si compramos «local» el dinero se queda «aquí» y que, en caso contrario, el dinero se va «fuera». Analicemos este mito: por ejemplo, ¿a dónde va nuestro dinero cuando compramos en Carrefour, Ikea o McDonalds? El dinero siempre paga los factores productivos «allá donde estén»: los artículos y materias primas provienen de múltiples países, pero el trabajo —salarios— y la mayoría de servicios —limpieza, mantenimiento, seguridad— se contratan localmente. ¿Y qué ocurre con los beneficios? La mayor parte no acaba en Francia, Suecia o EE.UU., sino en el bolsillo de millones de pequeños accionistas (propietarios de fondos de inversión y pensiones), repartidos por todo el mundo, que perciben dividendos. Para que nos hagamos una idea de las proporciones, la familia Botín sólo posee el 1% del capital social del Banco de Santander. Hoy en día el capital de las grandes empresas está tan globalizado que carece de sentido asignarles una nacionalidad.

Es innegable que, tanto si compramos «local» como si compramos «fuera», parte del dinero saldrá de nuestras fronteras ²—municipales, regionales o nacionales—; sin embargo, lejos de ser una mala noticia, resulta necesaria y beneficiosa. La división del trabajo, base del progreso económico, implica necesariamente la «salida» y «entrada» de dinero. Por ejemplo, si los andaluces no compran las manzanas de Cataluña, los catalanes no tendrán dinero para comprar las aceitunas de Andalucía; si los españoles no compramos vehículos Mercedes y Toyota, los alemanes y japoneses no tendrán dinero para hacer turismo en España. Es decir, exportación e importación son cara y cruz de una misma moneda, ambas se complementan y ambas tienden a igualarse en el tiempo. El clásico error mercantilista ha sido considerar que es mejor exportar que importar, que es mejor el dinero que «entra» que los bienes que «salen». El mito de la balanza comercial se derrumba cuando lo analizamos desde el individualismo metodológico: «toda balanza es necesariamente favorable desde el punto de vista de la persona que realiza el intercambio» (Rothbard, 2013b: 336). O como dice Mises (2011: 539) «La balanza (de pagos) cuadra siempre». En definitiva, la preocupación por la «salida» del dinero (importaciones) es tan innecesaria como detrimental.

Lo que sí resulta evidente es la pérdida económica que sufre el consumidor sacrificial; por ejemplo, si un bien local cuesta el doble que el foráneo, ceteris paribus, la compra del primero reducirá nuestro consumo a la mitad. No es cierto que consumiendo local «todos» ganamos. El sacrificio consuntivo, lejos de mejorar la economía, empobrecerá irremediablemente a quienes lo practiquen y sólo beneficiará a específicos productores locales. La pauta de consumo «kilómetro 0» es contraria a la división del trabajo y, por tanto, antieconómica; además, llevada a sus últimas consecuencias, supondría la autarquía y la ruina más absoluta.

Por último, el consumidor que asume una pérdida económica para mante-ner con vida a los productores submarginales³ está haciendo un flaco favor al conjunto de la sociedad pues interfiere la adecuada asignación del capital. Cualquier medida proteccionista —ayudas, subvenciones, propaganda gu-bernamental— ocasiona el mismo mal: ralentiza la innovación, obstaculiza las obligadas quiebras y, en definitiva, impide que el escaso capital disponible pase a manos de empresarios más capaces. De manera natural el mercado va colocando —mediante pérdidas y ganancias— a cada cuál en el sitio donde mejor sirve los intereses de los consumidores. Si algunos productores o comerciantes locales son ineficientes (submarginales), lo mejor para la economía de la región es que se dediquen a otros negocios o que sean reemplazados por otros empresarios.

Conclusión.

Los promotores del consumo local no pueden alcanzar su objetivo —mejorar la economía de la región— persuadiendo a los consumidores para que adquieran bienes locales que son más caros o de peor calidad que los foráneos. Este sacrificio, lejos de dar fruto, empobrecerá a los habitantes de la región, sostendrá artificialmente a las empresas menos eficientes e interferirá la adecuada asignación del capital. Como nos recordaba Mises (2011: 1019): «La aplicación de teoremas económicos falsos se traduce en conse-cuencias indeseadas».

¹ El gobierno de Zapatero, en 2011, derogó la cuota cameral, más conocida como «impuesto revolucionario». Las Cámaras de Comercio se vieron obligadas a financiarse mediante aportaciones voluntarias.
² Frontera en sentido lato.
³ Submarginal: de no ser por la ayuda, la empresa quebraría.

Bibliografía

Mises, L. (2011). La acción humana. Madrid: Unión Editorial.
Rothbard, M. (2013a). Historia del pensamiento económico. Madrid: Unión Editorial.
Rothbard, M. (2013b). El hombre, la economía y el Estado. Vol. II. Madrid: Unión Editorial.
Web del Ayuntamiento de Minas de Riotinto.

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