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Una de Óscares, reivindicaciones y mujeres

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La ceremonia de los Óscar de 2015 ha consagrado unos tostones de películas para mayor gloria de sus autocomplacientes directores y guionistas, con unas propuestas cinematográficas arriesgadas que han hecho las delicias de los críticos (algunos), pero no del público. Sólo la película El francotirador, de Clint Eastwood, que tampoco se caracteriza por perseguir éxitos comerciales, sino meramente por contar historias sin experimentos ni florituras narrativas o visuales, y por presentarnos personajes con aristas que se enfrentan a complejas luchas internas, ha recaudado en un mes más que las tres más renombradas juntas.

Que haya empleado jerga y expresiones absurdas y onanistas propias del ramo (sin demasiado éxito por mi parte) me conduce, eso sí, a una primera reflexión. Cada sector, para blindarse a la competencia y a la libertad –de los demás, se entiende- tiene que inventarse un lenguaje propio identitario: pasa con el nacionalismo, sí, pero también con los economistas, los Profesores, los intelectuales, qué decir de la clase política, así como con periodistas, culturetas y toda la ralea petulante de similar condición corporativista. El corporativismo sirve para creernos más y mejores, unos elegidos, pero también, y sobre todo, para ponerle el pie encima del cuello a cualquiera que ose hacernos sombra desde fuera… Si los odios son cainitas dentro del grupo, en entornos de juegos de suma cero en que hay que competir por algún favor gubernamental (subvención o cualquier otra clase de privilegio) y donde el café para todos no es posible, con los de fuera se es implacable. Las colusiones (acuerdos) entre todas las partes internas, pésimamente avenidas cuando no hay enemigo (común) a las puertas, son el pan de cada día. Las quejas por el «intrusismo profesional», por no disponer de unas costosas licencias o no haber superado unas duras pruebas para aterrizar en ese sector se extienden airadamente. Como si al consumidor, al accionista o a la sociedad les interesara el titulito o los galones que cada uno exhibe. Les interesa a ellos (y a sus entusiastas familias), pues es a ellos a quienes confiere una situación monopolista y aniquiladora del mercado.

Dicho esto, cuanto más cine, documentales, piezas audiovisuales se hagan desde fuera, tanto mejor para la libertad individual y sin duda para la sociedad. Mucho mejor por la variedad de ofertas, mucho mejor por meter el dedo en el ojo a esta gente. Véanse los ejemplos de Uber o Airbnb para competir con taxistas y hoteleros.

Ya lo dijo el humorista Ricky Gervais en la entrega de un galardón en los Globos de Oro de este mismo año. Este personaje había sido maestro de ceremonias de Globos de Oro en 2011, granjeándose las enemistades y rencores de medio Hollywood por sus hirientes comentarios contra la vieja guardia, desempolvando los chismes que pululan en los tabloides y lanzando dardos envenenados contra quien por allí asomaba. El tipo, para mí, no es que tenga demasiada gracia, pero al menos suelta mandobles a diestro y siniestro, y eso es de agradecer en los tiempos que corren. Parece que le abrieron un hueco en los Globos de Oro de este año e hizo gala de su habitual mala leche en la entrega del premio a la mejor actriz de comedia o musical:

Nadie quiere verme insultar a ninguno de vosotros, celebridades ricas, guapas, superprivilegiadas. La gente común en sus casas no quiere escuchar que… vosotros sois mejores que la gente común… Y vosotros lo sabéis y ellos lo saben en su fuero interno (…) pero si hemos aprendido una cosa es que las personas famosas están por encima de la ley…, como debería ser…

Porque más daño que el envite del externo, el extranjero, el enemigo, lo hace la disidencia interna. Eso sí que es imperdonable. La unidad de discurso es sagrada y se yergue como protección frente al enemigo externo. Y el que se mueva no sale en la foto, ya se sabe. En muchos casos, porque tras ese movimiento o disensión, su única forma de aparecer en fotos futuras es previa invocación de su atribulado espíritu. Que se lo pregunten a Andreu Nin.

Y llegamos al meollo. Las mujeres. Si algo he de admitir, es que este asunto no ocupa ni dos segundos de mis preocupaciones al día. Seguramente porque sea introvertida y, en mi ensimismamiento, las categorías humanas a veces me estorban o, mejor dicho, me aportan información válida y útil para simplificar mis procesos de pensamiento, pero no les doy mayor relevancia. Soy yo y los demás, y tan sólo busco que esa interrelación sea lo más cordial, respetuosa, cooperativa y fructífera posible.

Pero las categorías, mal que nos pese, existen, y si un grupo de personas prefiere unirse en torno a elementos comunes que comparten (en lugar de cultivar su individualidad y romper viejos moldes) para arrasar a cualquiera que se ponga en su camino, mal vamos. Ese peligro tampoco debe perderse de vista, se sea introvertido o individualista. Aquellos seres que huyen de los colectivismos seguramente tengan dos salidas cuando estos peligros emergen: una mejor y otra peor. Que la cosa se pone realmente fea, lo más probable es que las facciones grupales luchen entre sí ferozmente en los primeros embates y el outlier pase desapercibido durante un tiempo, el suficiente para salir por piernas. Que la cosa es más sibilina, como nos explica el public choice, las clases medias desorganizadas son de las primeras en ser golpeadas y esquilmadas.

Patricia Arquette, quien se llevó un Óscar a la mejor actriz de reparto por Boyhood, película que todavía no he acabado de ver como largo culebrón que es en el que la falta de cualquier ritmo e interés me impiden perseverar, saltó al escenario del Teatro Kodak a ofrecer una arenga encendida en favor de los derechos de la mujer: «Luchamos mucho por nuestros derechos. Es el momento de que tengamos igualdad salarial e igualdad en los derechos de la mujer en Estados Unidos». Estos saraos se han convertido en púlpitos para hacer reivindicaciones de lo más variopintas. En lugar de acudir a escenarios como el Speaker’s corner de Londres, allá que se destapan para concienciar mentes, mas exigiendo cambios legislativos, no olvidemos.

El tema de la mujer es complejo, como el de las razas o la condición sexual. Todos estos asuntos, por cierto, se pusieron de una forma u otra sobre el tapete durante los Óscar, dándole un entretenimiento que nunca tuvo por causas propias. Cualquier persona tiene derecho a hablar de estos temas en libertad, se nos dice, pero cuando se abre la boca para decir algo que no gusta a determinados estamentos, la maquinaria de represión verbal y a veces física se pone en marcha sin descanso. Esta estrategia, por cierto, la ha adoptado también el nacionalismo en España. Al final, ellos pueden hablar con plena libertad para hacer avanzar su discurso (feministas). Si tú no eres del grupo, cállate porque nada tienes que decir (hombre). Si eres del grupo y eres un disidente (mujer), reza, que serás silenciado de una forma u otra… A esto se suma la extensión del discurso de lucha de clases a la de sexos, de razas y lo que se tercie.

El problema es el que es. No voy a insistir en por qué las mujeres, en promedio, ganan menos. Sólo hacerlo basándose en grandes cifras ya elimina los matices de cada situación particular. Mucho se ha dicho al respecto de manera acertada por quienes abogan por las decisiones empresariales libres. No es cuestión de productividad presente, sino de costes laborales y desincentivos que impone la legislación laboral, y que hace descontar a la baja al empresario su productividad futura, aun cuando no llegue nunca a manifestarse esa menor productividad. De hecho, cuanto más se «protege a la mujer», más daño se está haciendo a su contratación y a su remuneración. Más tiene que protegerse el empresario de eventualidades futuras o, directamente, dejar de contratar. Si una mujer ha tenido un hijo, el empresario no puede prescindir de sus servicios en 9 meses tras su reincorporación, aunque esta persona solicite jornada reducida (que se ha de conceder). Imagínese lo que esto favorece la contratación y desarrollo de la mujer en el ámbito laboral. Al no hacerse un tratamiento individualizado y tener que descontar todos los costes laborales y jurídicos adicionales así como los riesgos legales, acaban pagando todas las mujeres. Si no todas las mujeres desean tener el mismo número de hijos o dedicarles el mismo cuidado ni son igual de productivas, por qué hay que colectivizar los sueldos a la baja de todas.

Pero lo más preocupante para mí es la peligrosa mezcla entre reivindicaciones de la sociedad civil (siempre las habrá) y el esfuerzo deliberado de estos grupos para que esas visiones particulares se impongan y se generalicen mediante la ley, en lugar de intentar persuadir con la palabra sobre la bondad de su estilo de vida.

Lo grave, pues, es que el sistema democrático haya confundido un sistema de elección de gobierno que se dice más incruento con que todos los asuntos humanos hayan de debatirse y acordarse de manera consensuada y colectiva. Así, en el momento que una visión se impone a la otra y sale victoriosa del juego democrático, se genera automáticamente una restricción de las libertades, de opciones y alternativas en la sociedad, limitando consecuentemente la diversidad y la experimentación. El Estado ha ido absorbiendo ámbitos de decisión privados, desde la seguridad a la caridad, la protección social, la provisión de servicios culturales y sociales como la educación y la sanidad (¡o los Goya!), la regulación de sectores productivos como los energéticos o las telecomunicaciones (y a veces también su provisión) o el manejo de la política monetaria. Lo que hay detrás son políticas redistributivas que persiguen, de inicio al menos, algún ideal igualitario. Pero este trasiego de confabulaciones entre estos grupos y los partidos políticos se lleva por delante cualquier destello de libertad y de variedad.

Que todo se dirima en la arena política emponzoña las relaciones humanas, las vicia, crea víctimas y verdugos, enemigos irreconciliables. Y esto es casi lo más repugnante del sistema político en que vivimos. Que la limitación del ámbito decisión y actuación nos enfrente continuamente a unos y a otros. La gente ya no se ocupa de sus asuntos y sí de los de los demás. La gente acaba decidiendo en común, acotando el espectro de posibilidades, en torno a cuestiones como nuestra forma de vida, aquello que enseñamos a nuestros hijos o a quién es conveniente contratar y por cuánto. Y al final de esta confrontación sólo puede salir victoriosa una única visión, que se impone a los demás, creándose un tremendo resquemor y odio por parte de los perdedores en la refriega, en lugar de que cada uno, libremente, experimente y desarrolle distintos planos de su vida conforme a sus intereses sin generar ningún tipo de escasez: todos buscando sus propios fines sin interferir por ello en los ajenos. Pueden ganar todos y no forzar a que unos ganen (los que ayudan a los demagogos a mantener el poder) y otros pierdan. Esto, señores y señoras, que no se limite por fuerza ninguna opción legítima y que, además, los individuos puedan buscar sus metas de forma armoniosa y respetuosa con otras visiones en un juego de suma positiva, es lo que algunos califican como el malvado mercado.

Por las mismas, la restricción de opciones es el caldo de cultivo para el corporativismo (lobismo) que denunciaba más arriba. Estos entornos inmovilistas cerrados a la competencia y al cambio se atrincheran porque la tarta del reparto es limitada y porque, fuera de su zona de confort, se sienten impotentes e inseguros ante los cambios que lluevan desde el exterior. Serán uno más de entre muchos en un páramo incierto. Se les acaba la certidumbre. Se les acaba el chollo.

Se traza la alianza perfecta: Hago avanzar mi ideario. Genero escasez de forma deliberada, de manera que las contrataciones, los pesos relativos de hombres y mujeres (cuotas) o de otros grupos sociales en sitios clave de la sociedad se cuestionan desde la política y el sistema de decisión colectivo, alcanzándose un resultado inamovible del que nadie puede escapar. Opciones restringidas. Ipso facto. Quien ose salirse de esas reglas del juego («que nos hemos dado todos», que dicen por ahí para amargor de quienes nos vemos obligados a escucharlo) se topará con el aparato represor del Estado y de la opinión pública. Y, de paso, que me caigan unas cuantas prebendas y subvenciones por el camino, que suele ser un motivo bien poderoso que da sentido y vida a los grupos de presión…

Triste pero cierto. No me interesa el tema de la «mujer». No me interesa si a otras mujeres les interesa. Ese es su ámbito particular de pensamiento, decisión y acción, y es muy respetable. Lo que no es libre ni respetable es que tomen algún tipo de decisión en mi nombre, que cualquiera de esas decisiones pueda desviarme de mis propios intereses y deseos, y que se haga lo mismo con las metas de cualquier otra persona, haya tenido la suerte o la desgracia de nacer con el sexo políticamente inconveniente.

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