A la democracia en España aún le quedan muchas décadas para hacerse mayor; las visiones intervencionistas y totalitarias aún ocupan buena parte del espacio político aunque se revistan de un supuesto espíritu democrático que no pasa de plebiscitario. Los gobernantes españoles consideran el voto como un cheque en blanco que les permite saltarse cualquier principio ético o moral que les impida conseguir sus particulares objetivos políticos, es decir, la simple posesión del poder, ciertas cosmovisiones utópicas o procesos de ingeniería social que buscan una sociedad aparentemente perfecta o incluso exclusivista.
En los últimos días se han producido dos situaciones que corroboran esta visión tan pesimista. El Partido Popular (PP) lleva varias semanas negociando con sus actuales socios de Unión de Pueblo Navarro (UPN) para que voten en contra de los Presupuestos Generales del Estado, pero éstos, que dependen del Partido Socialista de Navarra (PSN) para gobernar esta región, anuncian su abstención. Las consignas oficiales de las dos organizaciones son dogma y la situación entre populares y navarros es tensa, existiendo un serio peligro de ruptura.
En España existe en teoría separación de poderes, aunque en la práctica el ejecutivo domine sin problemas al legislativo y ambos controlen un poder judicial cada vez más político. Pero más allá de este importante desarreglo institucional, en España lo que no existe es libertad de conciencia, la disciplina de partido hace que se vote monolíticamente y el que se opone a la decisión oficial termina fuera de la siguiente lista electoral. Es lógico pensar que la mayoría de los componentes de un partido político votarán afirmativamente a una determinada propuesta de su líder, pero también es cierto de que si existiera verdadera libertad, habría un conjunto de votos que no seguirían la consigna oficial y que se basarían en principios propios o en la mejor defensa de sus representados. El poder exagerado de los partidos políticos y la dificultad que tiene la sociedad para castigar los comportamientos inapropiados de sus representantes (las elecciones son cada cuatro años y eso es demasiado tiempo para la memoria colectiva) castiga la libertad de conciencia y de rebote al ciudadano.
No menos importante ha sido la actitud del alcalde de Madrid, Alberto Ruiz-Gallardón, que ha anunciado una ordenanza prohibiendo, entre otras cosas, los hombres-anuncio. La razón que ha trascendido a la prensa, y así lo ha declarado el propio alcalde, se reduce a una cuestión de dignidad. La pregunta es si una persona que se gana la vida de esta manera, temporal o definitivamente, es más digna en el paro. El poder político, en este caso municipal, ha vuelto a imponer la moral por ley. La dignidad es un término subjetivo y por tanto opinable. No es la primera vez que desde este ayuntamiento se aborda un tema moral: su cruzada contra la prostitución (y no contra la delincuencia que la rodea) es otro ejemplo.
Sin embargo, no todos están de acuerdo en las razones que han impulsado al alcalde a tomar esta medida, el hecho de que también quiera prohibir la publicidad en coches privados y regular aún más los anuncios por toda la ciudad, invita a algunos afectados a pensar que el alcalde quiere monopolizar este mercado publicitario y aliviar la elevada deuda municipal que sus faraónicas obras han provocado. Y es que un madrileño endeudado tiene mucha dignidad, aunque sea más pobre.
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