En un Estado democrático las instituciones públicas son las responsables de velar por la protección de la libertad de los individuos y la igualdad de estos ante la ley. Ese es un principio que prevalece en el entendimiento de cómo funciona una democracia, cuál es la base del diálogo entre las fuerzas políticas y cómo se discierne el horizonte para la mejora de la calidad institucional y, en consecuencia, la vida de los ciudadanos.
Es ese diálogo al que se someten los representantes políticos, fundamentados en la virtud de representación que compone una parte ineludible del desarrollo político y la relación de ese sujeto social-colectivo con la cosa pública, que debe permitir crear políticas públicas, esto es, leyes, Decretos Reales, estrategias, pero que además de la labor parlamentaria, son los representantes los que en primera instancia deben velar por la preservación de las instituciones democráticas frente a la posible vulneración de las leyes y la Constitución, esta función de control es parte de la tarea, y debe serlo aún más en tiempos de polarización, cuando se empieza a poner sobre la mesa viejos debates acerca de la prevalencia de un modelo político sobre otro.
En ese entendido, la alternativa frente al peligro para la estabilidad democrática e institucional es la defensa irrestricta de los valores contemplados en la Constitución, a través de la evidencia fehaciente de los resultados, anteponiéndose a la mentira disfrazada de verdad, cuando la propia verdad deja de serlo y se modifica según convenga a una de las partes y cuando ha pasado a ser un simple apéndice de la realidad política, como quien necesita un repuesto o una pegatina.
Es decir, la defensa de la verdad que no es otra cosa que la legalidad, las instituciones y los valores de la democracia y la libertad en el esquema práctico: la apropiación del discurso y el mensaje, y la atracción de la cuestión moral hacia este lado del espectro político. Y es que está ocurriendo en España, delante de nuestros ojos, el intento consecutivo de quebrar el orden preestablecido, no por una cuestión de funcionamiento del Estado que pretende traspasar un modelo agotado o arcaico, aunque la monarquía española represente una de las mejores democracias del mundo hasta hace muy poco, sino por la pretensión de agotar una realidad contraria a las pretensiones de los neomarxistas/populistas en el poder.
No solo se trata de la raíz de un gobierno desde el principio cuestionado por razones obvias y conocidas, sino por la constante puesta en escena de un argumentario falaz sobre la historia y la situación política de España, y la intención de estigmatizar la Monarquía que es la garantía constitucional del orden institucional establecido. A ello hay que añadir las preferencias generales de la coalición gubernamental, que prefiere pactar con los que quieren romper España en pedazos bajo la incomprensible consigna de ‘plurinacionalidad’ y acordar con aquellos cuya oscura historia todavía tiene fresca la memoria de un país azotado por el terrorismo.
Pero nada de aquello importa -que quede claro- porque el objetivo final es, precisamente, romper ese orden institucional. La pandemia y la crisis económica será aprovechada para acelerar los plazos en el cumplimiento de ciertos objetivos en este sentido y la fijación de posiciones por el gobierno de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias. El primero quizás no sepa hasta que punto esto puede ser cierto y llegar a concretarse, el segundo lo tiene todo muy claro y su estrategia es seguir con el desgaste lento con golpes bajos, pero permitiendo la gobernabilidad para su presidente. Se trata, en última instancia, de permanecer en el poder a toda costa: el poder por el poder, una vieja receta adaptada a estos tiempos de convulsión e incertidumbre. Ambos salen ganando.
En consecuencia, el debate se deberá centrar en la capacidad de acción y reacción de los representantes políticos que creen en la libertad, la democracia y en las instituciones españolas. Pero no solo ahí. La ciudadanía deberá tener un papel protagónico de cara a la defensa del orden institucional.
¿Por qué la movilización ciudadana es una categoría exclusiva de la izquierda y por qué la protesta es una patente de los que se hacen llamar defensores de los derechos sociales? ¿O es que, acaso, la libertad no es el bien social más preciado hasta ahora alcanzado? ¿Es que hay algo más progresista que la defensa de los valores de la democracia liberal?
España hoy es un país donde la defensa de las instituciones y la Constitución ha pasado a ser de ‘radicales’ y la ruptura y la imposición parte de lo ‘políticamente correcto’. Hoy más que nunca en los últimos cincuenta años es importante asumir un papel protagónico y estar preparados, porque no todo se reduce a la economía y a los burócratas europeos; ojalá fuese así. El tiempo nos dará o quitará razón.
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