Sociedad y Estado están en los altares, respectivamente, de liberales y socialistas, lleven éstos la chaqueta que fuere. Los pensadores liberales, de los clásicos a la actualidad, han hecho expresa mención de las asociaciones intermedias, de las creaciones de la sociedad civil, a medio camino entre dos individualidades, la de la persona, fuente de todo derecho, y la del Estado. Locke, Tocqueville, Röpke… son decenas los amantes de la libertad que han prestado atención a las abigarradas creaciones de quienes formamos la sociedad, esas relaciones, esos grupos, esos modos de actuar entre sí que llamamos, para mejor poder entendernos, «sociedad civil».
Estoy por conocer a ese liberal que defienda el individualismo como soledad, como prescripción del comportamiento. De hecho, es el pensamiento liberal el que desmiente un individualismo (por lo demás inexistente) que pretendiera separar a cada persona de su vecino. Pues precisamente lo que propone esencialmente la visión liberal de la sociedad (de la economía, si se prefiere llamar así) se resume en que la división del trabajo es más feraz que la mera suma de acciones individuales. Y esa división del trabajo consiste en producir para intercambiar, e intercambiar para producir y consumir. La división del trabajo, que es el resultado material de una sociedad libre, consiste en una compleja colaboración entre múltiples individuos. Demasiado compleja como para que ninguno de ellos esté al tanto de todos sus extremos, pero basada en relaciones lo suficientemente sencillas como para que sean fructíferas y llevaderas.
Ese entramado de comportamientos consensuados, que es la sociedad, es lo suficientemente fuerte y flexible a la vez como para tener una continuidad sin necesidad del Estado. Éste se alimenta de ella, pues por sí solo no podría. Pero siempre va un poco más allá que lo que le exigiría su mera supervivencia. Por lo que a la sociedad civil se refiere, ha intentado controlarla de múltiples maneras. La Historia ha sido profusa en los métodos más toscos y crueles. Hoy presumimos, en las democracias, de tener que estudiarnos en nuestra historia. Pero ahora el Estado, además de por pequeñas o medianas prohibiciones y controles, ha encontrado en la subvención el arma más eficaz para controlar la sociedad civil sin enfrentarse directamente a ella. Pastorearla sin sacrificarla.
Las subvenciones son un robo al común para repartir parte del botín entre grupos organizados, en función de su capacidad de influencia sobre el poder. Se ha criticado su ineficacia, sus efectos perversos, su falta de sentido económico. Pero quizá lo más grave es su sentido político, que es el de enervar a la sociedad civil, para poder domeñarla. Así vemos a grupos y asociaciones luchando por ser merecedores, antes que cualquier otro, de los graciosos favores del Estado. Una sociedad subvencionada no es ni puede ser una sociedad plenamente libre.
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