Digámoslo cuanto antes. La pobreza es la misma condición del hombre; aminorarla depende de que éste adopte ciertos comportamientos y no todo el mundo podrá adoptarlos o querrá hacerlo. Así que la pobreza no tiene solución. Pero ello no quiere decir que no se puedan ofrecer formas nuevas y viejas para permitir a las personas salir de la pobreza. La que me ha interesado en esta ocasión es muy nueva, y tan antigua como el medievo, crear ciudades con cartas de derechos otorgadas.
La idea la ha expuesto recientemente Paul Romer, un conocido economista, especialista en crecimiento económico. Él parte de la idea de que actuamos por nuestro propio interés (lo que no quiere decir de forma egoísta), y de que en el entorno institucional adecuado ello lleva a producir y acumular riqueza y, por tanto, a abandonar la pobreza. Pero hay otros entornos en los que ese interés propio lleva a comportamientos menos productivos e incluso antisociales. La cuestión es «cómo liberar a las personas de las normas nocivas». Su propuesta pasa por crear «docenas, quizá centenares de ciudades con cartas» en los países pobres, pero con normas creadas por países desarrollados. Romer lo ve como «un camino intermedio entre las lentas reformas internas y unos arriesgados intentos de re-colonización». Es un nuevo colonialismo, de todos modos, pero él lo plantea como si fuera consensuado.
Las «cartas» serían auténticas constituciones que reconocerían los derechos de los nuevos ciudadanos, y dentro de ello, los inmigrantes que acudiesen a esta nueva ciudad serían libres para ir cambiando las normas. La principal idea detrás de esta propuesta es ofrecer a las sociedades pobres la posibilidad de elegir unas normas diferentes con las que vivir. Además, una ciudad tiene el tamaño adecuado para no exigir normas comunes para comunidades muy amplias y diversas, lo que limita los conflictos políticos. Sería un espacio de libertad en un entorno de opresión.
La idea recuerda a aquéllas ciudades medievales que se ganaban ciertas libertades, reconocidas en una carta, que permitían un autogobierno, la creación de instituciones eficaces, y con ellas la libertad económica y la prosperidad. Pero esos arreglos institucionales no se hacían graciosamente, sino que se alcanzaban por una negociación entre poderes diversos que llevaban a un proceso de difusión del poder como lo ha explicado John P. Powelson. Y no está claro qué podría llevar a permitir y respetar una ciudad así a un Estado que no ha permitido la adopción de normas que restrinjan su poder. Lo único que podría llevarle a hacerlo son los ingresos fiscales.
Romer pone como ejemplo histórico cercano que pudiera ejemplarizar su propuesta a Hong Kong, la economía más libre del mundo desde hace décadas. La idea es muy atractiva. Pero no parece fácil de llevar a la práctica.
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