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Una visión del nacionalismo

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Seguramente hay personas que se pregunten cómo es posible que desde posiciones liberales no se apoye con vehemencia los fenómenos nacionalistas que afectan a España en particular y a Europa en general, ya que conllevan un debilitamiento del Estado que en último término, es el principal enemigo del liberal. Sin olvidar el hecho de que resulta frustrante ver que un fenómeno como el nacionalismo se ha convertido en una exhibición de forofos y detractores, como si de un club de fútbol estuviéramos hablando (aunque quizá siempre lo fue), la situación no es tan sencilla.

El nacionalismo, o sus rudimentos, tienen su origen en la Edad Media pero no es hasta el siglo XIX cuando el fenómeno madura y se globaliza, azuzado por las guerras napoleónicas y por la colonización que los europeos realizan en el resto del mundo. Desde un punto de generación de entidades políticas, contiene dos cualidades que paradójicamente no son excluyentes. Por una parte, está el carácter disgregador propio de aquel nacionalismo que nace destruyendo una entidad estatal superior, como le pasó Imperio Austrohúngaro. La doble monarquía incluía en su interior once nacionalidades, desde austriacos a húngaros pasando por bohemios, polacos, croatas, rumanos, bosnios, serbios entre otros, que tras siglos de equilibrios casi imposibles firmaron su desaparición al final de la Primera Guerra Mundial, una guerra que el Imperio había empezado junto a Alemania, un ejemplo del otro carácter, el agregador. Alemania nace del buen hacer de Bismarck, que aglutina sentimientos y da forma al sueño de una nación germana unida que reúne en una entidad política a la mayoría los pueblos de habla y cultura alemana.

Este carácter agregador conlleva el germen del imperialismo, que es a lo que tiende el nacionalismo una vez que desata en todas sus posibilidades. El nacionalismo se basa más en el mito que en la realidad, idealiza la historia hacia sus propios objetivos, oculta o elimina hechos, resalta o inventa otros y pide a sus contrarios un territorio que, por lo general, sólo dominó política o culturalmente en sus sueños más delirantes. En no pocas ocasiones, azuza el odio contra el enemigo que supuestamente le subyuga, reforzando ese sentimiento colectivo que le impregna.

Es este sentir común, este elemento aglutinante, cultural, lingüístico, étnico, religioso o tribal, el que más le aleja de una visión liberal ya que termina negando la primacía del individuo, supeditándolo a una entidad superior, a la postre política. A diferencia de otros movimientos de independencia, como puede ser los que separaron a los Estados Unidos del Imperio Británico o a los países iberoamericanos de España y Portugal, el nacionalismo necesita forzosamente de un orden estatal fuerte que dirija este proceso y establezca los que pueden o no quedarse bajo su paraguas. No es casualidad que durante el nacimiento de estos estados nacionales, o incluso después, se hayan producido una serie de limpiezas étnicas, de desplazamientos e incluso el asesinato de comunidades enteras ajenas o enemigas de los insurrectos.

Ante esta situación, la percepción del liberal debe ser cauta. El hecho de que se destruya un Estado superior no implica necesariamente que las naciones nacientes sean menos intervencionistas y siendo cierto que hasta que éstas aparecen no se puede adivinar cuál será su carácter, aunque sí intuirlo, también es cierto que la historia nos enseña que por lo general, estos Estados nacen con un afán de control desmedido, al menos igual al de su enemigo.

Así pues, a la hora de dar nuestro apoyo o quitárselo, deberíamos juzgar el nivel de libertad que posiblemente tengan sus ciudadanos con respecto al que ya poseen, pues este es en último término el objetivo del liberalismo, el incremento de la libertad. Tampoco podemos obviar que si realmente esa población (todos o al menos la gran mayoría de sus habitantes) quiere vivir bajo otro régimen, no se puede rechazar desde una perspectiva liberal, aunque si pudiera serlo desde un punto de vista emotivo, pero no podemos dejar de recordar que precisamente esta separación no es fácil, que surgen innumerables conflictos cuya resolución no es necesariamente pacífica, sobre todo si el nacionalismo ha elegido la vía de la violencia como principal, y que conllevan una serie de pérdidas de libertades como el de la propiedad o incluso la vida.

Por último, creo que el nacionalismo no es ni mucho menos un objetivo liberal, ni siquiera una herramienta que pueda o deba ser usada, porque más allá de la justificación que pueda tener desde el punto de vista político, traslada al individuo y sus derechos a un segundo plano.

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