Desde principios del mes de noviembre, el Estado, en su afán y denostado esfuerzo por garantizar la seguridad de sus frágiles y desamparados ciudadanos, ha vuelto a hacer uso de su omnipotencia regulatoria para, en este caso, impedir la entrada de sustancias altamente peligrosas en los aviones que, diariamente, sobrevuelan el espacio aéreo europeo: perfumes, geles de baño, champús, pastas de dientes, máscaras de pestañas, cremas, lociones, aceites corporales y demás líquidos de similar naturaleza son las nuevas armas de destrucción masiva, a los ojos de nuestra inepta clase política.
De este modo, todas aquellas personas que se preocupen mínimamente por su aseo e higiene personal se convierten, de facto, en un potencial terrorista químico dispuesto a volar por los aires el medio de transporte de larga distancia más empleado hoy en día en los países desarrollados. Su neceser es susceptible de ser revisado hasta el más mínimo detalle por las autoridades competentes para que todas aquellas sustancias que no se ajusten a los parámetros y criterios contenidos en la nueva normativa comunitaria puedan serle incautados automáticamente… eso sí, ¡por su propio bien!
Ya puede viajar tranquilo y exento de preocupaciones, pues ahí está el Estado, poniendo nuevamente a pleno rendimiento su arsenal regulatorio, confiscatorio y coercitivo al servicio de la defensa y protección de la integridad física de sus resignados súbditos, ante la amenaza plausible de que algún desalmado haga uso de la pasta dentrífica fluorada e, incluso, del esmalte de uñas, para articular un complejo y sofisticado explosivo con el macabro fin de ser detonado en pleno vuelo.
Esta brillante medida fue propuesta a iniciativa de la Comisión Europea a raíz de un plan terrorista, frustrado por las autoridades policiales británicas el pasado verano, que tenía por objetivo atentar contra, al menos, diez aviones que, preferentemente, realizaran trayectos entre Reino Unido y EEUU. No es algo nuevo. Desde los atentados del 11-S, los servicios de seguridad occidentales recomiendan la adopción de este tipo de medidas cautelares, de forma progresiva, en función de los nuevos ingenios destructores que diseñan las mentes terroristas islámicas.
Primero fue la prohibición de transportar tijeras u objetos punzantes a bordo de los aparatos aéreos, al tiempo que se extremaban los cacheos y registros individualizados de prendas y maletas en los controles de seguridad aeroportuarios de EEUU y Europa, llegando incluso a desvestir completamente a ciertos pasajeros escogidos al azar, es decir, de forma aleatoria. A ello, hay que sumarle los rígidos sistemas de verificación identitaria puestos en marcha por las autoridades norteamericanas a fin de comprobar hasta los más íntimos datos personales de los viajeros con destino a su país. Pero, lejos de quedar satisfechos, la paranoia burocrática, en su afán de alertar a la población del inminente riesgo de sufrir nuevos ataques, ha servido de excusa para que el Estado extienda su manto protector a ámbitos de la esfera personal hasta ahora excluidos de la intervención gubernamental, con el correspondiente detrimento de la libertad individual que, lógicamente, ello supone.
La siempre atenta progresía europea no tardó en denunciar a viva voz el recorte de las libertades civiles que se estaba produciendo en EEUU como consecuencia de la puesta en práctica de determinadas medidas de seguridad. Sin embargo, curiosamente, en cuanto Europa fue azotada por la furia islamista radical, la burocracia europea de todo signo y condición corrió a imitar sin miramientos las políticas allí adoptadas, llegando a superar, en algunos casos, las restricciones impuestas por la Casa Blanca a la siempre denostada e infravalorada sociedad estadounidense. Entonces, las críticas acallaron de golpe para que, a continuación, la UE se hiciera cargo de la situación.
Las directivas europeas emergieron, así, cual chaleco antibalas o salvavidas, para implementar toda una serie de instrumentos legislativos que, en la práctica, al tiempo que coartan y restringen nuestras libertades, consiguen tan sólo matar moscas, pero eso sí, a cañonazos. En los próximos meses, dicha batería normativa empezará a entrar en vigor a pleno rendimiento: la Ley de Retención de Datos, próxima a ser aprobada por el Gobierno, obligará a los operadores de telefonía (fija y móvil) e Internet a conservar durante, al menos, un año, todos los datos relativos a nuestras comunicaciones, con un coste aproximado de entre veinte y treinta millones de euros anuales por compañía; el anteproyecto de ley de la Sociedad de la Información dotará a las autoridades competentes (es, decir, estatales) de competencia plena para clausurar cualquier página web cuyos contenidos sean considerados inconvenientes, sin necesidad de intervención judicial alguna (tal y como ocurre hoy en día en la tan democrática República Popular China, o en la también comunista Cuba de Fidel).
La prohibición de llevar en nuestro equipaje de mano líquidos de todo tipo es tan sólo un capítulo más, aunque, por desgracia, no el último, de la inefable y caótica política de nuestra clase dirigente que, con la excusa de protegernos, nos convierte a todos en potenciales e hipotéticos terroristas capaces de perpetrar los más terribles y sanguinarios actos, por lo que debemos someternos irremediablemente al exhaustivo control estatal. No se extrañe usted si en el futuro, nuestro Gobierno protector le obliga a subir en el avión desprovisto de toda prenda de vestir, cual nudistas en una playa, pues tan sólo hace falta que un ingenioso y desvergonzado terrorista invente los calzones explosivos… El error de origen, estriba en la complacencia ciudadana a la hora de depositar nuestra seguridad personal en manos de la clase política al rezo colectivo de… Oh, Estado, líbranos de todo mal.
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