"Huid del país donde uno ejerce todos los poderes: es un país de esclavos".
Simón Bolívar.
Venezuela es un país en ruinas. Resultan sobrecogedoras las imágenes de supermercados vacíos, arrasados. De una ciudadanía que pierde días enteros haciendo colas interminables con el único objetivo de comprar comida. De lamentables peleas multitudinarias para hacerse con los escasísimos productos básicos. Hay desabastecimiento de comida, agua potable, medicinas y hasta de papel higiénico. El riesgo de estallido social y de golpes políticos se ha disparado. La suspensión de pagos del gobierno bolivariano resulta inevitable. Por ello, su Presidente lleva dos semanas de gira por el mundo, mendigando un balón de oxígeno financiero a sus maltrechos aliados internacionales. Nicolás Maduro, como un paranoico, ha optado por culpar de todos los problemas económicos a una supuesta conspiración internacional encabezada por Washington. Es incapaz de reconocer que la causa del caos económico y social del país es del propio régimen que él preside con poderes absolutos. ¿Cómo ha podido caer Venezuela en una crisis humanitaria tan salvaje?
Al llegar de su gira internacional esta semana, Maduro tuvo el valor de afirmar que la salida de la crisis pasa por que Venezuela profundice en el socialismo. Debe de ser que la dosis de socialismo aún no ha sido suficiente. Hugo Chávez llegó al poder en 1999 y desde entonces el régimen no ha hecho otra cosa que recorrer la senda del socialismo del siglo XXI, transitar hacia una "economía post-capitalista sobre la base de un amplio sustento público, social y colectivo de la propiedad sobre los medios de producción". La economía de mercado y el sector privado quedan completamente supeditados a los arbitrios del poder político.
Para la posteridad quedan aquellas deplorables imágenes de Hugo Chávez en el centro de Caracas requisando edificios y negocios a la orden de "exprópiese". La propiedad privada y la seguridad jurídica se deshacían como un azucarillo entre los aplausos cómplices de quienes creían que así un país podía prosperar. Emprender en Venezuela se convirtió en una locura; invertir, en una temeridad. El gobierno, arrogándose todos los poderes, se convertía en el encargado absoluto de la actividad económica, a base, claro, de expropiaciones y subsidios.
Pero, ¿cómo puede el gobierno alimentar a la población cuando el sector privado ha sido arrasado y la inversión extranjera ha desaparecido? ¿Cómo, si el Estado es incapaz de producir de forma eficiente por los insalvables problemas de cálculo económico del socialismo? Dado que Venezuela es el país con mayores reservas petroleras probadas del mundo, la idea original es sencilla: exportando petróleo. El 96% de las exportaciones del país corresponden al crudo. Con lo ingresado, se compra en el exterior la práctica totalidad de los bienes de primera necesidad que consume la sociedad venezolana. Así, la renta de Venezuela fluctúa al son de las cotizaciones internacionales del petróleo, y la población queda en una situación de extrema fragilidad, a merced del precio del crudo y del gobierno. Y cuando, como ahora, el precio del petróleo se desploma, el insostenible sistema chavista se rompe en mil pedazos.
Pero los problemas de base no son de ahora. Incluso durante los años en los que el crudo estaba disparado, Venezuela no era capaz de cubrir sus necesidades sólo con petróleo, y menos con un gobierno omnímodo y populista que se encuentra entre los más corruptos del planeta. Por tanto el Estado lleva casi una década con un déficit público crónico. Para resolverlo recurrieron de forma automática a ese sistema de robo encubierto que es la inflación: se imprimen los bolívares necesarios para afrontar los pagos y punto. En consecuencia, el país ha sufrido una inflación acumulada de más del 1.900% desde 1999. En 2014, teniendo en cuenta sólo las maquilladas cifras oficiales, Venezuela ha sufrido una inflación de más del 60%, la más alta del mundo.
La culpa de todo esto, según el gobierno, no tiene nada que ver con el Estado, sino con la avaricia de los comerciantes. Como en todo régimen socialista, las consecuencias de cada medida intervencionista crea problemas aún mayores que justifican adicionales dosis de intervencionismo. El siguiente paso era obvio: imposición generalizada de controles de precios. Éste es un caso paradigmático, de libro de texto, de cómo descoordinar por completo la actividad económica. Por un lado, a precios menores de los de mercado, la oferta se estrangula: los pocos productores que quedaban dejan de producir, por no poder ni recuperar sus crecientes costes. Por otro, la demanda se dispara. En consecuencia, aparece el fenómeno del desabastecimiento crónico y la paralización de la producción. Aparecen los estantes vacíos, las colas interminables, las peleas en los supermercados, la cartilla de racionamiento y los mercados negros. Aparecen, en fin, las señas de identidad del socialismo: la miseria, el caos y el conflicto social.
Hoy el gobierno de Venezuela no hace más que recoger la cosecha de lo sembrado durante más de una década y media en el poder. Éstos son los frutos del socialismo: una Venezuela en ruinas, al borde de la quiebra económica y la ruptura social. ¿Existe alguna solución a esta desesperada situación? Sí, existe. La solución pasa por que se asuma el fracaso del socialismo y se implemente un ambicioso plan de choque. Hace falta una estabilización monetaria, una liberalización seria de la economía y una reestructuración del aparato estatal. Es imprescindible que Venezuela sea un lugar donde los venezolanos se atrevan a ahorrar, invertir y emprender, un lugar capaz de atraer capital extranjero. Sobre los cimientos de la propiedad privada y la seguridad jurídica, el pueblo venezolano tiene que reconstruir, sin la asfixia gubernamental, el tejido productivo, empresarial e industrial del país. Desandar la senda del socialismo del siglo XXI, que no es sino el socialismo de toda la vida, es un proceso duro y difícil. Pero ésta es la solución, y no hay otra.
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