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Viaje al archipiélago liberal

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El liberalismo promueve la libertad de conciencia, es decir, la libertad para que cada individuo desarrolle sus planes de vida.

Hace poco llegó a mis manos uno de los libros que toda persona, ya sea liberal o no, debería leer, se trata de El archipiélago liberal, obra de Chandran Kukathas, en donde se aborda el problema de la convivencia en la sociedad, entendida por la multiplicidad de intereses y proyectos de vida seguidos por los individuos y que, en ocasiones, puede ocasionar conflictos irresolubles a no ser que se apliquen políticas liberticidas a costa de socavar la diversidad.

Las reflexiones recogidas por Kukathas adquieren hoy, si cabe, mayor relevancia, puesto que nos enfrentamos a un mundo en el que cada vez es más común que colectivos reclamen derechos a través de los poderes coactivos del Estado, como pueden llegar a ser los movimientos nacionalistas; además, también estamos asistiendo a una mayor globalización, en donde barreras imaginarias como son las fronteras impiden que individuos de todo el mundo intercambien todo tipo de bienes, cultura o conocimientos, lastrando el progreso de la humanidad.

Por tanto, la pregunta clave que trata de responder Kukathas es cómo lograr que “seres humanos diversos logren vivir juntos, libres y en paz”, para quien la respuesta pasa por el liberalismo, el cual lo identifica como:

Una perspectiva política que responde a la diversidad humana abogando por instituciones que permitan la coexistencia de diferentes creencias y formas de vida, aceptando que ese pluralismo de valores religiosos y morales es una realidad que debe abordarse favoreciendo la tolerancia. El liberalismo difiere de otras filosofías políticas en la medida en que rechaza la idea de un orden social orgánico y cohesionado, donde los intereses del individuo encajan en perfecta armonía con los intereses de la comunidad. Parte de hecho, de la idea de que los individuos tienen diferentes fines: no hay objetivo único y común compartido por todos y, con el paso del tiempo, las distintas visiones de las personas pueden entrar en conflicto.

Lo más relevante es que para el liberalismo lo importante no es erradicar la diferencia, ni aspira a acabar con los posibles conflictos de intereses, sino que pretende garantizar la diversidad ofreciendo un marco de convivencia pacífica. Es decir, a diferencia de ofrecer un arreglo específico, como hacen otros autores considerados como liberales —Kukathas menciona y crítica con especial intensidad a autores como Rawls—, las instituciones deben seguir un esquema bottom-up, por lo tanto, se debe admitir la variabilidad en las instituciones, siempre y cuando se respete el principio fundamental de una sociedad libre: la libertad de asociación, que va pareja a la libertad de disociación y a la tolerancia mutua.

Para ello no se trata de buscar un consenso, porque la búsqueda de tal hecho requiere la homogeneización de la sociedad y, por lo tanto, a la renuncia de la buena sociedad, ya que los individuos deberían renunciar a su libertad de conciencia, esto es, a vivir con arreglo a sus deseos y preferencias. Además, el ideal de justicia que potencialmente se podría alcanzar muy presumiblemente quedaría reducido a la nada —habría que recordar aquí el problema de la agregación de preferencias—.

Además, es común que el consenso se alcance solo en ciertos territorios, es decir, se encapsulan principios de justicia dentro de fronteras artificiales cuando, como se comentó con anterioridad, los individuos hoy en día entablan relaciones familiares o comerciales más allá de dichas fronteras. “No debemos comenzar asumiendo que la vida se conduce en una sociedad unificada y cerrada que tiene una autoridad establecida”.

En este sentido, el liberalismo no entiende las sociedades como algo cerrado, sino como algo abierto, que evoluciona y se transforma continuamente, según las preferencias individuales. De hecho, bajo estos esquemas pueden surgir diferentes autoridades superpuestas, pero siempre y cuando estas reconozcan el derecho a que sus miembros puedan asociarse y desasociarse en el momento y en la forma que deseen. Y de ahí viene la idea de Kukathas de que la sociedad política debe ser como un archipiélago en donde “cada isla es una comunidad distinta, (…), una jurisdicción diferenciada que habita aguas de tolerancia mutua”. La tolerancia mutua se basa en el respeto a la diferencia y el desacuerdo.

Para ello es importante la posibilidad de ejercer la salida, ya que en caso de que exista coacción u cierta obligatoriedad a permanecer en un grupo con el cual no estamos de acuerdo, la libertad de conciencia a actuar con arreglo a nuestro proyecto de vida desaparece, es decir, para el liberalismo “es fundamental que exista la convicción de que los individuos no deben ser forzados a actuar en contra de su conciencia, (…), que no se nos fuerce a hacer algo que consideramos incorrecto”. En definitiva, debe existir la opción de rechazar una autoridad y tener la posibilidad de situarse bajo otra autoridad. 

Sin embargo, esto no implica que la salida no deba conllevar costes. Se debe aceptar que el permanecer o salir de un grupo va ligado al cálculo de los costes de oportunidad, y que el precio sea mayor o menor no afecta a la libertad, por que el individuo puede escoger entre distintas opciones sea cual sea dicho precio, ya sea si renuncia a dinero por amor, o a cierta seguridad por mayor libertad. Para comprender esta idea Kukathas propone el siguiente ejemplo:

Si me ofrecen mil millones de dólares para que siga dirigiendo una empresa en vez de convertirme en profesor, el precio económico asociado a mi decisión puede ser muy alto. Sin embargo, eso no significa que se haya esfumado mi libertad para decidir si quiero seguir en mi trabajo como ejecutivo o prefiero dedicarme a la docencia. (…) los costes más que económicos, son de oportunidad.

Tampoco se debe dar valor a la comunidad en sí, es decir, no se debe favorecer a colectivos ni a minorías, sino que se debe permitir su existencia porque así los individuos lo desean. Es decir, no debe haber una especial protección o conservación para estos grupos. Al final, los colectivos y asociaciones se transforman y desaparecen a lo largo del tiempo y sería injusto privilegiar a los actuales frente a los que podrían formarse en el futuro. De hecho, muchos intereses comunales se forman por circunstancias históricas o por la influencia de instituciones políticas que, por lo tanto, no implican intereses de orden natural y, tampoco, que sean constantes. No hay sociedades inmutables. Por todo ello, “el liberalismo parte de que el sitio idóneo del Estado es el de la neutralidad, lo que supone abstenerse de promover ningún interés en particular”.

Los grupos y las comunidades no tienen ninguna primacía moral especial derivada de ninguna prioridad de orden natural. Son lo que son: formaciones históricas mutables, asociaciones cambiantes de individuos cuyas afirmaciones están abiertas a la evaluación ética. Y cualquier evaluación ética, en última instancia tiene en cuenta cómo cada individuo afronta su día a día, más allá de cuáles sean los intereses del colectivo en términos abstractos.

Queda por tanto ahora la cuestión de qué papel juega el Estado. En este sentido, “deberíamos pensar en el ámbito público como un área de convergencia en la que concluyen diferentes valores morales”. Es decir, el Estado es una asociación más, que ostenta el reconocimiento de la autoridad, el cual no se encuentra en una posición de jerarquía superior al resto de asociaciones. Es decir, la unidad social no es relevante en tanto en cuanto que cuando se priorizan otros objetivos, se suprime la libertad de conciencia del individuo.

Desde posiciones comunitaristas defienden la comunidad política y la unidad social equiparándola a niveles en los que pueden encontrarse la libertad y la justicia. Por un lado, insisten en que el individuo no se puede desligar de la comunidad, ya que esta marca para bien o para mal sus anhelos y su comportamiento. Por otro lado, como animales sociales, se debe poner énfasis en la vida en común y en la mutualidad, es decir, fortalecer “la reciprocidad, solidaridad y fraternidad”. Sin embargo, como apunta Kukathas, el hecho de que el entorno en el que vivimos condiciona el cómo somos niega que existan otras asociaciones y comunidades más allá de la comunidad política por excelencia (el Estado), por lo que al final la tendencia comunitarista es a suprimir la diversidad e imponer cierto grado de homogeneización de la sociedad. Además, a través de la aplicación de políticas que tienen como objetivo el garantizar la unidad social, se pasa por encima del hecho relevante del carácter evolutivo y cambiante de las relaciones sociales entre individuos.

Es decir, una comunidad política es, en esencia, “una asociación de individuos que comparten una comprensión común de lo que es público y lo que es privado dentro de esa entidad política”. Por lo tanto, el Estado se configura como la comunidad política que tiene la autoridad para abordar las cuestiones de interés público y que, generalmente cuenta con una base territorial, algo que cada vez está menos claro dada la mayor conectividad global. Dentro de esta comunidad política deben respetarse por igual otros subgrupos, con el fin de garantizar la libertad de conciencia y de asociación, de lo contrario el individuo acabaría quedando “a merced del Estado”.

Kukathas abre su capítulo final en el que aborda la construcción del archipiélago liberal con una cita de Spinoza que bien merece ser reproducida:

El objetivo último del Estado no es ejercer el poder a partir del miedo o de la obediencia, sino liberar a todo hombre del miedo para que vivía su vida con la mayor seguridad posible. En otras palabras, se trata de fortalecer el derecho natural a la vida y el trabajo, en ausencia de violencia o coacción […]. La meta del gobierno no es convertir al hombre para que deje de ser un ser racional y se convierta en una bestia o en una marioneta […]. En realidad, el verdadero objetivo del Estado es la libertad.

En efecto, si el objetivo último del Estado en el archipiélago liberal según Kukathas es la libertad, la forma de conseguirla es a través de la desfragmentación del poder, es decir, evitar que una única asociación acumule toda la autoridad, puesto que esto deja sin opciones a los individuos para poder abandonar una comunidad política para integrarse en otra, convirtiéndose en rehenes. La fragmentación debe ser tanto horizontal (por ejemplo, la división clásica de poderes), como vertical, es decir, que diferentes niveles de gobierno cohabiten generando un clima de competencia en el que la votación con los pies se produzca con el menor coste posible. El resumen es que “el marco liberal debe aspirar a establecer un número plural de árbitros, cada uno decisivo en su dominio, pero ninguno decisivo sobre los demás”.

Esta y no otra debe ser la meta del Estado, puesto que, por ejemplo, la persecución de la igualdad va ligada a múltiples problemas, empezando por la reducción de la diversidad a la mínimo expresión y terminando con la definición de igualdad (igualdad de riqueza, de renta, de consumo…), qué se iguala (grupos minoritarios, individuos…) y el grado de igualdad que se pretende. Al final, “cualquier intento de suprimirla (la diversidad) requeriría la interrupción de las vidas individuales y la negación del deseo que tienen las personas de vivir bajo el dictado de su propia conciencia”.

En definitiva, el liberalismo promueve la libertad de conciencia, es decir, la libertad para que cada individuo desarrolle sus planes de vida, pudiéndose asociar a otros individuos para lograr metas que son comunes. Inevitablemente, existirá el conflicto entre individuos, porque no todos persiguen los mismos fines, por eso es importante defender la libertad de asociación, la cual va pareja a la libertad para abandonar una determinada comunidad política. Todo este marco debe estar impregnado de la tolerancia mutua, del respeto al diferente.

Un último apunte. En la actualidad en donde los nacionalismos están de moda, cabe señalar que las relaciones individuales cada vez más se alejan de su componente territorial, puesto que, gracias a las tecnologías de la información y la comunicación o el trasporte, es más fácil encontrar y defender intereses comunes a nivel mundial y no solo local. De hecho, muchos Estados han usado la excusa del territorio y de la nacionalidad para levantar barreras y generar conflictos inexistentes, todo por unas fronteras políticas que no son más que “líneas imaginarias”. Por eso, desde el liberalismo es necesaria una crítica al nacionalismo como elemento coactivo —nada que decir si se produce de manera voluntaria, como sentimiento de pertenencia a un grupo territorial—.

Esas polémicas proporcionan excusas para excluir, para coaccionar, para exigir a la gente que encuentre significado en meras abstracciones. La filosofía política no puede cambiar esto, pero al menos puede señalarlo. No vamos a crear un mundo sin mapas: los mapas existen y tienen su relevancia. Pero, a fin de cuentas, los mapas no son los que realmente importa. 

1 Comentario

  1. Comenta Santiago Calvo que,
    Comenta Santiago Calvo que, en resumen, para Kukhatas, “el marco liberal debe aspirar a establecer un número plural de árbitros, CADA UNO DECISIVO EN SU DOMINIO, pero ninguno decisivo sobre los demás”.

    Cada vez que he releído su artículo me he quedado enganchado en ese fragmento (que he transcrito en mayúsculas), pues me choca si entendemos su significado en términos «territoriales».

    Y he encontrado un primordio de respuesta a mi extrañeza (en relación con la interpretación del carácter de la palabra «decisivo» en esa frase), en el artículo de Miguel Anxo Bastos (XXXIX):
    «También podemos sacar provecho del estudio de las muy variadas formas de organización política con que contaban nuestros antepasados. Stanley Diamond apunta, por ejemplo, que las jefaturas en aquellos tiempos no estaban centralizadas y no se basaban en el poder sino en la AUTORIDAD. También apunta a una suerte de DIVERSIDAD FUNCIONAL entre ellas. Las jefaturas primitivas no implicaban la existencia de un aparato de dominio y recaían en personas con características especiales, como los llamados grandes hombres o los ancianos de la tribu. Incluso no eran extrañas las jefaturas colectivas, como las de todos los ancianos. Estas jefaturas NO IMPLICABAN EL EJERCICIO DE LA FUERZA sino una suerte de acatamiento basado en la mayor experiencia o un superior conocimiento, y PODÍAN PERFECTAMENTE NO SER ACATADAS. Lo mismo acontece con las jefaturas funcionales. Los antiguos podían tener jefes de guerra, jefes religiosos o jefes de juegos, pero su autoridad se circunscribía a ese ámbito específico y cesaba con el ejercicio de tal actividad. Creo haber relatado la historia de Jerónimo, el mítico jefe de guerra apache, impotente para ser obedecido no solo en ámbitos funcionales fuera de la guerra sino incluso en la misma guerra, …»


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