Una de las cosas que hice en mi niñez de la que me sentí más orgulloso fue la vez que mi padre me dio la razón en cierta disputa doméstica que tuve con mi madre. La cosa no fue sencilla, ya que mis padres, como la mayoría de padres, se daban la razón mutuamente el uno al otro con tal de hacer piña en contra de sus hijos. En su caso, con tres chavales en casa, la estrategia era casi obligada.
Pero hete aquí que cuando llegué a cierta edad que te permite ver ciertos comportamientos adultos como lo que son, comportamientos normales y previsibles a los que te puedes anticipar, decidí plantear una riña que tuve con mi señora madre de manera diferente a la típica pataleta a la que estaban acostumbrados. Me planté ante mi padre, que estaba trabajando en el momento del altercado, y ni corto ni perezoso me dirigí a mi madre para pedirle que mantuviera silencio mientras contaba los sucedido a mi manera. Cuando tuve su conformidad, gracias seguramente a la curiosidad que sentiría al verme plantear así la cuestión, comencé a contar a mi padre los hechos exactamente al contrario de como había sucedido.
Como no podía ser de otra manera, en cuanto acabé de narrar la historia mi padre le dio inmediatamente la razón a mi madre, además bastante convencido de que era lo correcto. Pero a los pocos segundos se dio cuenta de que algo pasaba al ver la reacción de mi madre, y no tardó en confirmar sus sospechas al escuchar mi frase de victoria, al decirle, más contento que unas pascuas, que qué pensaría si le dijera que había sido al revés, y por tanto era yo el que tenía razón.
Una vez repuestos de la sorpresa, mis pobres padres, más contentos de que su hijo hubiera sido capaz de desarmar su torpe estrategia que enfadados por verse descubiertos, me felicitaron por cómo había planteado el asunto. Aunque mi madre no se quedó muy convencida de que tuviera yo la razón…
Esto, que no es más que una anécdota infantil que se habrá vivido en cada hogar, por desgracia se podría repetir una y mil veces tomando como sujeto del experimento a la mayor parte del población española, poniendo a prueba su sectarismo político en cualquier tema social.
Por ejemplo, si cuento una historia de unos pastos propiedad de un gran terrateniente, que se apropió de ellos de forma arbitraria, despojando de esa posibilidad a unos humildes ganaderos que llevan criando vacas generaciones y generaciones en el mismo lugar. Y sigo contando cómo este terrateniente obliga a estos pobres ganaderos a pagarles una cuota porque su ganado paste en esas tierras. Y añado cómo un pobre ganadero se ha rebelado ante semejante injusticia y ha impedido que los miembros de seguridad del terrateniente le despojen de su ganado, en compensación a los años que lleva sin pagar la cuota, convirtiéndose en un héroe para sus vecinos. Entonces, si cuento todo esto tengo a un 50% de la población blasfemando contra el malvado terrateniente y cantando alabanzas del pobre ganadero.
Pero claro, si resulta que aclaro que todo lo dicho arriba no es exactamente así, sino que donde pone terrateniente debe poner Estado Federal de EEUU. Entonces, solo entonces, saldrá Pablo Pardo, y el 50% de la población, a decir que no pagar una tasa por que tus vacas pasten en un terreno público es como ir a 200 km por la carretera. O sea, una temeridad que pone en peligro la vida de otras personas. Y que cuanto antes le quiten el ganado al malvado ganadero, más tranquilo vivirá el americano de a pie.
Y que no se entienda con esto que me posiciono a favor del ganadero. Algo que aprendí aquel día que vencí la estrategia de mis padres es que hay que estar muy bien informado de una historia para poder emitir un juicio de opinión. Y no es mi caso. Por desgracia, eso seguirá sin importar un pito a los Pablos Pardos de este país. Y es que, ahora y siempre, hay que hacer piña contra los malvados del otro bando, sean tus hijos o no.
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