Lo que parece que ya han advertido todos, empezando por el mismísimo Podemos, es que quien se apodere del centro ganará y gobernará
Desde 1996 no se recuerdan unas elecciones generales tan reñidas como las del próximo 20 de diciembre. Y en aquellas toda la riña quedaba en saber si José María Aznar iba a ser capaz de ganar a Felipe González y, después de eso, de gobernar. Consiguió ambas cosas por los pelos. Ganó por la mínima y luego tuvo que hacer contorsiones encima de un alambre para que los nacionalistas de la difunta CiU y del PNV le diesen el plácet. Esta vez es diferente. Se presentan cuatro partidos, todos con alguna baza de hacerse con la Moncloa, aunque sea por la puerta pequeña de los pactos. El sistema tetrapartito en el que ya se ha transformado España quedará de este modo petrificado en el Congreso de los Diputados para, como mínimo, la siguiente legislatura y probablemente mucho más ya que, a imagen del dinero, el poder llama al poder.
En 2014 y 2015 se han producido dos cambios capitales que hasta hace no mucho nos hubiesen parecido de ciencia ficción. El primero es la consolidación como opción real de Gobierno de la extrema izquierda encarnada en Podemos. El segundo la división del bloque de centro derecha que tanto le costó forjar al PP hace 25 años cuando no dejó ni las raspas del CDS suarista. De no haber irrumpido Podemos el escenario estaría claro. El PSOE pondría la ley D’hondt a trabajar a su favor y Pedro Sánchez, subido sobre el desengaño, estaría cantando victoria desde el verano. De no haberlo hecho Ciudadanos Rajoy ganaría de calle y podría gobernar sin problemas –aunque con muchos menos escaños– durante otros cuatro años. Ese era el plan de Arriola, dejar que la izquierda se fragmentase y fuesen formándose satrapías de puristas administradas por un figurón con aspiraciones. No nos llevemos a engaño, lo que hemos presenciado estos dos últimos años ha sido una rareza, algo similar a una conjunción planetaria cuyas causas habría que buscarlas en la crisis múltiple que venimos padeciendo desde hace siete años. Una crisis que, entre otros muchos efectos no previstos, nos ha dejado el mayor desafío territorial desde la Guerra de Cuba, y de eso ha pasado ya más de un siglo. El tetrapartidismo español se sustentará sobre dos grandes pivotes, que en principio serán –o deberían ser si no se produce una hecatombe– los dos grandes partidos de turno acompañados por los dos advenedizos.
El plan, como casi todos los planes arriolescos, salió peor que mal. El discurso de la estabilidad frente al caos personificado en la izquierda ultramontana de los profesores de la Complu ha terminado volviéndose en su contra. Rajoy tenía razón cuando decía aquello de que España no debería meterse en experimentos de incierto desenlace, ahora bien, lo que no calculaba es que el traje de la moderación y la estabilidad le sientan mejor Rivera, que a lo anterior une juventud, sonrisa y simpatía. Las municipales y autonómicas de este año han terminado de abrir los ojos a los desastrosos estrategas electorales de Génova, que ahora, metidos en una guerra civil sin cuartel, no saben ni de donde les vienen las tortas.
En el PSOE la experiencia no ha sido tan traumática porque llevan recibiendo palos desde 2011 y ya se han hecho a sus nuevas dimensiones, un partido mucho más pequeño que tendrá que apañárselas para sobrevivir y seguir trincando del presupuesto mediante acuerdos. Juega en su contra la inepcia perfectamente acabada de su líder, un trasunto de Zapatero pero en memo y el hecho de que los nuevos le muerden votantes por ambos lados del espectro. Se saben sitiados, pero el PSOE es mucho PSOE.
De esto Pablo Iglesias ya ha tomado buena nota. Fíjese como ya no pronuncia la palabra revolución ni aunque esté hablando de Danton y Marat, como se ha alejado –aunque sea de boquilla– del tinglado bolivariano, como anda de perdido con lo de Cataluña o como su fichaje estrella de la precampaña es un general del Ejército. Busca transmitir sosiego y cierto continuismo, de ahí que de puertas adentro todo el perroflautaje se le haya sublevado. Algo similar le sucede al PSOE, empeñado en contentar a todos, como siempre. El PSOE nunca perdió esa vocación de partido total, que lo mismo valía para el patrón y el obrero, el beato y el ateo, el igualitarista y el libertario. El PP, que había cooptado al menos una parte del centro puede quedarse sin ella porque justo a su izquierda, en el lugar más apetitoso del espectro, le ha salido un grano llamado Ciudadanos, que es hoy por hoy el mejor posicionado para capitalizar ese voto templado que es el que decidirá quien manda. Suyo es el centro y sus codiciados frutos.Lo que parece que ya han advertido todos, empezando por el mismísimo Podemos, que hace solo un año iba a cepillarse el régimen de un zapatillazo justiciero, es que quien se apodere del centro ganará y gobernará. El centro es difuso, difícil de atrapar e incluso de definir. España, como todos los países ricos, es un país de funcionarios, pensionistas y gente tranquila de centro, moderadita, poco amiga de excesos y francachelas que arriesguen la placidez de la vida cotidiana. Se tolera que se robe, dentro de un orden, claro, pero no que lo pongan todo patas arriba.