Decía Ayn Rand que cuando es necesaria la autorización del que no produce nada para producir algo esa sociedad está condenada.
Daniel Lacalle, que es quizá el mejor economista español, al menos entre los que tienen presencia habitual en los medios, acaba de sacar un libro al mercado que es de lectura muy recomendable. Y no ya para los políticos –que esos, como es sabido, lo único que leen son los prospectos de las medicinas que son, precisamente, lo único que no hay que leer–, sino para la gente común, la que padece el carne propia el flagelo de desempleo y observa impotente como políticos y sindicalistas llevan décadas haciendo experimentos laborales, jugando con sus vidas, como jugaron con las de sus padres y como jugarán con las de sus hijos. El libro en cuestión se titula “Acabemos con el paro”, claro, directo y sin adornos, empleando esa primera persona del plural que le es tan cara a la izquierda populista. Lacalle, célebre por su estilo didáctico y su amplia sonrisa que no se desdibuja aun le pongan delante al rey de los gañanes –no digo nombres que luego todo se sabe– desgrana las recetas que harían del mercado de trabajo español lo más parecido a un edén. ¿Y a quién no le gustaría vivir en un edén laboral con tasas de desempleo minúsculas y, como consecuencia, desprovisto de los miedos que atenazan al español medio desde tiempo inmemorial a perder su empleo?
Lo que Daniel nos viene a contar en su libro es que el fallo multiorgánico de la economía española durante la crisis tiene su origen en la incapacidad del sistema para generar empleo. Y de esta incapacidad se derivan múltiples problemas individuales, que arrancan en la frustración colectiva fruto del pánico a quedarse sin trabajo y terminan en esos profesionales cualificados que se largan a otro país buscando no ya forrarse, sino tan solo un empleo bien remunerado en el sector de la producción para el que se han formado. El insolvente mercado laboral español es también la causa de que las crisis duren tanto por estos pagos. Nuestra economía se pone con demasiada frecuencia a trazar círculos viciosos de los que cuesta salir o que, mejor dicho, solo se sale practicando cirugías de urgencia al paciente. Lo vimos en la primera mitad de los años noventa y lo hemos vuelto a ver desde 2008, cuando España entró en barrena y envió a cuatro millones de personas a la cola del paro. Todo a una velocidad sorprendente, porque nuestro mercado laboral es tan rígido que, como una estructura mal calculada, solo se ajusta de una manera: rompiéndose. Lo hace con estruendo dejando mucho escombro por lo que el trabajo de reconstrucción es luego doloroso y largo, deja espantosas cicatrices y abona el campo de las ideas disparatadas.
El tema es que se podría acabar con esta lacra, se podría hacer ahora y los resultados empezarían a cosecharse muy pronto, antes, desde luego, de que concluya esta década. Daniel apunta una serie de ideas que no son especialmente novedosas pero que aquí se nos antojan como algo revolucionario, a caballo entre el asombro y la utopía. Nos dice, por ejemplo, que en España hay pocos empresarios. Los que crean empleo no son los burócratas desde sus covachas administrativas, sino los empresarios jugándose el tipo tras predecir –a veces erróneamente– las necesidades del mercado. Este proceso crea riqueza y, por lo tanto, empleo. El trabajo es un subproducto de la creación de riqueza, hasta que no entendamos eso no entenderemos nada. Por esa razón no se puede crear por decreto, al menos empleo real, dedicado a actividades productivas y demandadas por los demás. Se podría, por ejemplo, duplicar o triplicar la nómina de empleados en Renfe o en RTVE, pero eso no repercutiría más que en el ya abultado déficit de estas empresas estatales. Podría Renfe con la nueva dotación de personal poner más frecuencias y abrir líneas nuevas, pero eso no implicaría que más gente viajase. Los nuevos trenes irían vacíos palmando un dineral en cada kilómetro recorrido. El agujero resultante lo taparían a final de año con los impuestos del contribuyente que trabaja en el sector privado creando riqueza de la nada. Eso sí, los nuevos empleados de Renfe tendrían un trabajito seguro, blindado de la competencia y sin obligación alguna de atender más necesidades que las del burócrata que gestiona la empresa. Ídem con RTVE si abriese nuevos canales o produjese más programas de televisión.
Este es el modo en el que los partidos políticos conciben la famosa “creación de empleo” con la que engatusan al personal durante las campañas electorales. Entienden el empleo como un fin en sí mismo, cuando lo cierto es que el trabajo no es más que un medio para producir bienes y servicios por los que alguien está dispuesto a pagar. Algo parecido les pasa con el dinero, por eso son tan amigos de tirar de impresora en el momento en que se ven cortos de liquidez para sus proyectos. Luego pasa que se disparan los precios, que los bienes empiezan a escasear y que la gente termina repudiando la moneda. De eso, claro, no se hacen responsables.
Si en España se fomentase la empresarialidad una buena parte del camino ya estaría hecho. Por fomentar no hay que entender inyectar dinero de otros en los bolsillos de los que se autodeclaran empresarios, nada de eso, simplemente hay que ponérselo fácil a los empresarios de verdad. Montar una empresa en España es un proceso largo, tedioso y caro que, de entrada, disuade a todo el que se quiere aventurar en él. La legislación parece hecha por un enemigo manifiesto de las empresas privadas. Lo peor es que quizá esté hecha por unos cuantos enemigos manifiestos de las empresas privadas que, para colmo, creen que están haciéndole un gran favor al país protegiendo a sus habitantes de la avaricia sin tasa de los malvados empresarios, esos mismos que, horror, solo buscan enriquecerse.
Si ser empresario en España es un dolor de tripa ser trabajador por cuenta propia no lo es menos. Los sinsabores de los empresarios de sí mismos son tan conocidos que la cultura popular los celebra con chistes y todo tipo de humoradas. El autónomo es, en cierto modo, la otra cara del covachuelista, tal vez de ahí la inquina que los segundos profesan a los primeros. Decía Ayn Rand que cuando es necesaria la autorización del que no produce nada para producir algo esa sociedad está condenada. La nuestra lo está. A los casi cinco millones de españoles que siguen en el paro me remito.
Las enfermedades de nuestro mercado laboral son muchas más, Daniel las repasa en su libro deteniéndose en cada una de ellas. Pero lo mejor no es el diagnóstico que realiza, sino la cura que propone. Por resumir mucho, que mi voluntad declarada es que lo lea, Lacalle plantea un ramillete de soluciones prácticas y perfectamente aplicables aquí y ahora. Que el paro es nuestro monstruo más familiar es un hecho, eso lo sabemos todos, quizá haya llegado el momento de cambiar de táctica para combatirlo. Ese cambio de táctica implica necesariamente que cambiemos el modo en que apreciamos la raíz del problema. No es muy difícil, en buena parte de Europa ya lo han hecho y no les va mal del todo. Solo hay que inspirarse en los modelos de éxito e imitarlos y, lo más importante, hacerlo ya.