El mundo entero prestaba atención el pasado noviembre a los complicados cálculos electorales que resultaron finalmente en una histórica victoria de George W. Bush. Fueron una de las elecciones más decisivas de las últimas décadas. Pero en estos momentos nos encontramos ante una lucha dentro del sistema político estadounidense que podría tener aún mayor importancia, pues sus efectos se extenderán por un período de tiempo más largo. Se trata del relevo de varios miembros del Tribunal Supremo (TS).
Los jueces que ocupan el TS son elegidos de forma vitalicia, por lo que una vez nombrados ya no dependen del favor de los políticos, con lo que se ahorran episodios vergonzosos de nuestro Tribunal Constitucional, como la sentencia de Rumasa. Pero el TS de los Estados Unidos tiene sus propias miserias, que consisten en realidad en una sola: el activismo judicial.
El activismo judicial es la mala práctica de ciertos jueces de retorcer la ley lo que sea necesario hasta hacerla coincidir con su propia ideología. Dadas las formas de pensar de conservadores y progresistas, esa costumbre de tomarse la ley a beneficio de inventario ha sido seguida casi en exclusiva por los jueces progresistas, con la única excepción, aunque importante, del Juez Marshall.
Mientras que los conservadores confían en las instituciones y en el Estado de Derecho, y en consecuencia creen que la opinión personal no debe condicionar la interpretación de la ley, los progresistas ven en la Constitución un obstáculo para alcanzar su arcadia, su sociedad deseada, y creen justificado retorcer la ley con tal de poder interpretarla en coincidencia con su ideología. De este modo se violenta la función de los jueces, que es la de juzgar ateniéndose a lo que dice la ley, no en convertirse en legisladores no elegidos democráticamente. Por otro lado con esa práctica se anula el Estado de Derecho, que se fundamenta, en feliz expresión de Sir Mathew Hale en “el gobierno de la ley, y no el de los hombres”.
Este activismo judicial termina con la certeza en la ley que da sentido y eficacia al Estado de Derecho, porque lo que ocurra no depende de lo que diga la ley, sino de las opiniones personales de los jueces que ocupen el TS. Y, como la letra de la Ley deja de ser importante frente a la decisión arbitraria del juez, se fomenta la actividad de los grupos organizados en torno a intereses concretos, los famosos lobbies, que pueden llegar a ganarse el favor del juez mientras que de otro modo tendrían que limitar sus pretensiones a las que les reconociera la Constitución y la jurisprudencia. El activismo judicial se fundamenta en la arbitrariedad y fomenta el juego de los intereses particulares frente a los generales, que coinciden con una interpretación más justa y estricta de la ley.
En el curso de esta legislatura se retirará, si no lo hace antes la vida, el octogenario William Rehnquist, amenazado por un cáncer de tiroides. Otros dos jueces más podrían dar la oportunidad de renovar el TS. Pero las propuestas de George W. Bush han de contar con el “consejo y el consentimiento” del Senado. Y puesto que se necesita una mayoría cualificada, los 55 senadores republicanos de los 100 que componen la Cámara Alta no son suficientes para respaldar las nominaciones de Bush. Su pretensión consiste en llevar al TS jueces conservadores, es decir, que interpreten estrictamente la Constitución en sus propios términos, mientras que los demócratas quieren que los jueces elegidos se guíen por su propia ideología de izquierdas más que por lo que diga la Carta Magna. Parte del destino de los Estados Unidos depende del intento de George W. Bush por restablecer el constitucionalismo en el Tribunal Supremo.