He leído varios comentarios de Alberto Garzón, el líder de Izquierda Unida. Habló, por ejemplo, del "Estado de Bienestar, conquistado por la presión de los trabajadores de la lucha antifranquista", una tesis asombrosa, porque fue el franquismo el que extendió el Estado de Bienestar, como hicieron todos los gobiernos del mundo, democráticos o no. Otra joya es: "La democracia sólo es posible si no estamos en el capitalismo", como si no hubiera suficientes testimonios de lo que pasa con la democracia cuando el capitalismo es aniquilado, que es, de hecho, lo que este totalitario recomienda:
Si hubiera una democracia real, económica, nuestra capacidad de acción iría mucho más allá que un voto cada cuatro años. Decidiríamos qué hacemos con los recursos económicos, a qué los destinamos.
No se le ocurre ni por un minuto que eso de "qué hacemos" con las cosas de los demás plantea algunos pequeños problemas en términos de la libertad de los ciudadanos.
Pero el Sr. Garzón no está abrumado por la cuestión de la libertad sino por lo siguiente:
Que lo que producimos, distribuimos y consumimos obedece a la lógica de la ganancia.
Esta jeremiada es muy popular y la repiten muchos, desde comunistas hasta clérigos, sin tomarse la molestia de pensar, primero, en por qué es mala la ganancia, cuando es algo que todo el mundo quiere y puede conseguir sin fastidiar al prójimo; y, segundo, en qué sucede cuando la producción, la distribución y el consumo no obedecen a la lógica del beneficio: en ese caso se pliegan a la lógica de la política, con las desastrosas consecuencias que el intervencionismo comunista y no comunista ha provocado en el último siglo.
Una última nota histórica. Lógicamente, después de tantas víctimas, ahora ya los comunistas no reivindican el comunismo real abiertamente. Pero don Alberto Garzón aseguró que, aunque lo bueno de los comunistas fue que, efectivamente, abolieron la lógica de la ganancia, también "olvidaron los principios de la Ilustración". La realidad fue exactamente la contraria: la abolición de esa lógica, que en los países comunistas condenó a millones a morir de hambre, encaja perfectamente con la letal arrogancia intervencionista de la Ilustración continental, y la francesa en particular, de la que los comunistas se sintieron legítimos herederos, y lo eran. Durante muchos años, incluso después de compuesta La Internacional, los comunistas terminaban sus mítines con una misma canción: La Marsellesa.