AfD podía heredar al electorado de la CDU que se había quedado huérfano políticamente.
El SPD (Partido socialdemócrata alemán) puede presumir de haber ganado las últimas elecciones en Berlín, pero de poco más. Sólo ha podido retener el 21,6 por ciento del voto (pierde 6,7 puntos porcentuales), mientras que la CDU (Unión Cristiano Demócrata) cae también (5,7 puntos), hasta el 17,5 por ciento. Die Linke, los nostálgicos del comunismo, avanzan cuatro puntos porcentuales hasta el 15,7 por ciento del voto y los verdes pierden 2,5 puntos, hasta el 15,1 por ciento.
El partido que más ha ganado es la Alternativa por Alemania (AfD, por sus siglas en alemán), que entra en el parlamento regional con un 14,2 por ciento del voto. AfD tiene ya presencia en 10 lander, dos eurodiputados y más de 700 concejales en distintas localidades germanas. Su gran objetivo es ahora las elecciones generales del próximo año.
AfD comenzó 2016 con un 8,5 por ciento de intención de voto, y las últimas encuestas recogen ya un 13,7 por ciento, al compás de la pérdida de interés de los votantes por la CDU. Beatrix von Storch, eurodiputada de la formación, ha proclamado ufana: “Hemos llegado a la capital”. Alternativa por Alemania ya dio la campanada en las elecciones de Mecklenburg-Vorpommern, superando (20,9 por ciento frente al 19,0) a la CDU.
¿Qué explica su éxito? La AfD no era, cuando nació en febrero de 2013, el partido que es ahora. Su mensaje se circunscribía a criticar la gestión que hacía Angela Merkel de la crisis de deuda europea. Entendían que los contribuyentes alemanes no podían seguir financiando a los manirrotos griegos y portugueses, o los excesos de las burbujas inmobiliarias irlandesa o española.
E identificaron al euro como el puente hacia el abismo de corrupción y despilfarro de aquéllos países. Solución: volar el puente. Salir del euro. Y permitir que cada palo aguante su vela, que el viento de la globalización iba a soplar fuerte sobre la productiva nave alemana, y sólo tenía que soltar el lastre de los socios europeos más débiles.
Estas ideas eran reflejo de las del primer líder del partido, el profesor de Economía Bernd Lucke. En una entrevista concedida al diario británico The Daily Telegraph en abril de 2013, Lucke decía que “el euro no es una moneda con la que pueda prosperar el proyecto europeo”, pues “de hecho está dividiendo a las naciones europeas”. Es una división que “va a hacerse más grande en el futuro, si no introducimos más flexibilidad monetaria en aquéllos países que más sufren”.
Lo cual, traducido al román paladino, quiere decir que hay que permitir que los países periféricos recurran a la inflación para pagar sus abultadas deudas y su mala gestión, mientras Alemania próspera con una moneda propia, fuerte y sin las amenazas de debilitarse por apoyar a sus socios. Y esto incluye no sólo a Grecia o Chipre, sino también a España, Italia o Francia.
No hay asomo del rechazo a los inmigrantes, aunque Lucke dice con total naturalidad que esos países no comparten la ética de trabajo de los alemanes. Pero eso es casi un lugar común. Como todo lo que suene crítico, desde la derecha, del proyecto europeo se pone en cuarentena en un frasco con la etiqueta “populismo”, Lucke dijo a los entrevistadores: “No queremos ser un partido populista. Una parte de los medios alemanes quieren comunicar la idea de que somos una organización populista de derechas, pero tenemos objetivos serios y realistas, no populistas”. De hecho, AfD recibió votos, militantes y dirigentes del partido liberal alemán, el FDP.
La crítica a las instituciones europeas, y al euro en particular, colocaron a la AfD en el punto de mira de los grupos situados fuera del consenso, o fuera de las ideas aceptadas y asumidas por las instituciones comunitarias. Grupos e intelectuales de cariz más derechista se acercaron a la AfD y ésta les abrió sus puertas. El partido tenía una misión, pero no los votos para llevarla a cabo, como había demostrado el hecho de que en las elecciones de septiembre de 2013 no lograse entrar en el Bundestag y esta era una vía para adquirir presencia en las instituciones y hacerse oír.
Era un movimiento lógico. Angela Merkel había sacado a la CDU de la derecha, y la situaba en un espacio indefinido entre el centro, la socialdemocracia, y la izquierda ecologista. Eliminó la conscripción, una medida excelsa, pero que rompía con los postulados tradicionales de su formación. También impuso, contra el criterio de muchos en la CDU, un salario mínimo. Ha terminado con la energía nuclear, sin una infraestructura alternativa clara y ha hecho una apuesta más allá de lo conveniente por las energías renovables. AfD podía heredar al electorado de la CDU que se había quedado huérfano políticamente.
Pero la evolución del partido no se ha quedado ahí. Para entenderla, tenemos que remontarnos a octubre de 2014. Entonces, las calles de las ciudades de Hamburgo y Celle fueron el suelo de una batalla abierta entre las comunidades salafista y kurda con motivo de la guerra civil en Siria. Una manifestación de los kurdos de Hamburgo se manifestaba frente a la mezquita de Al-Nour, cuando un grupo de cuatro centenares de salafistas cargaron contra ellos.