Un reciente estudio del CNE sobre los controles de precios farmacéuticos –El Coste Humano del Control de Precios Farmacéuticos en Europa– está teniendo un enorme eco en los medios de comunicación europeos por lo dramático de sus conclusiones. No es para menos: según la investigación, un mínimo de 38 europeos mueren diariamente como consecuencia del intervencionismo gubernamental en el sector farmacéutico de los distintos países de la Unión.
El origen de este problema vital se encuentra en los controles de los precios de los medicamentos; unos controles que, a excepción del Reino Unido, se llevan a cabo en todos los países de la UE. El establecimiento de precios máximos por parte de las autoridades públicas tiene el efecto visible, inmediato y aparentemente milagroso de reducir el precio al que el público en general, y el estado en particular, pueden adquirir los fármacos. Sin embargo, el efecto menos visible y a más largo plazo consiste en una reducción de la variedad y de la cantidad de tratamientos disponibles, lo que nos aleja de las panaceas, los milagros y los cuentos de hadas porque necesariamente reduce la expectativa de sobrevivir a determinadas enfermedades.
Como de costumbre los gobernantes padecen el virus cortoplacista, cuya infección les impide ver ningún efecto que se extienda más allá de la fecha de las próximas elecciones. La virulencia de esta enfermedad propia de la clase política se agrava cuando los efectos a corto plazo, logrados a simple y mágico golpe de decreto, se traducen en una disminución del descontrolado y desmesurado gasto sanitario a expensas de codiciosas multinacionales capitalistas. Dado este fabuloso logro inmediato, ¿a qué político podría interesarle ayudar a salvar la vida de miles de enfermos en dilatados periodos de tiempo? Después de todo, nadie le va a reconocer que la liberalización del mercado farmacéutico salva vidas porque no se ve y, sin embargo, sí se le reconocerá el éxito en la bajada de precios y el control del gasto público en medicamentos porque es un efecto fácilmente visible.
La triste realidad es que la política de controles de precios ha provocado en Europa la decadencia de un sector que a comienzos del siglo XX era uno de los orgullos de la industria europea con fantásticas innovaciones como la morfina o la aspirina. En cambio, durante los últimos 25 años el gasto de la industria farmacéutica europea en investigación y desarrollo de nuevos fármacos ha pasado del 32% al 22% del conjunto mundial. Al mismo tiempo que desaparece del interés por investigar en tierras europeas se desvanece también el interés por vender a sus habitantes –al menos a los impuestos precios de rebajas. En 2002, la multinacional farmacéutica Pfizer comunicó al gobierno de Francia –donde los precios de los productos farmacéuticos son, gracias el deflacionista uso de la coacción gubernamental, un 40% del precio que esos mismos productos alcanzan en mercados libres como el de EEUU– que estaba considerando retirar algunos productos del mercado francés. Casos similares se han repetido los últimos años teniendo como protagonistas a Astra Zéneca y a otras conocidas empresas farmacéuticas.
Europa ha dejado de innovar en este importante mercado y a la industria farmacéutica internacional no le interesa comenzar la venta de nuevos fármacos de manera simultánea en mercados con precios libres y en mercados intervenidos como el europeo debido a la posibilidad de que el comercio paralelo arruine su negocio. Así que los medicamentos llegan más tarde e incluso algunos se resisten a atracar en los puertos de la vieja Europa.
El colmo de la sinrazón política llegó cuando la comisión europea multó a Bayer por restringir las ventas de Adalat, su conocido medicamento para el corazón, en Francia y en España. La empresa alemana había descubierto que los mayoristas franceses y españoles pedían más medicamentos de los demandados por los pacientes de sus respectivos países con el objetivo reexportar el sobrante y sacar partido al margen entre el precio intervenido de España y Francia y el precio libre de otros mercados. Para evitarlo Bayer estudió la demanda de Adalat en Francia y España, y limitó sus envíos al volumen de la demanda interna de cada país. Pero en los tiempos que corren, tratar de proteger tu empresa frente a los dañinos efectos del intervencionismo no es de recibo. Como si de un mundo al revés se tratase, la comisión europea consideró a Bayer culpable de limitar la competencia en el mercado y le impuso una fuerte sanción. Afortunadamente, en enero de este año la Corte Europea de Justicia introdujo algo de cordura en este asunto al anular la multa por considerar que una empresa difícilmente puede restringir la competencia unilateralmente y no encontrar evidencias de la existencia de un acuerdo con otras empresas para restringir de común acuerdo la producción de productos sustitutivos.
Así las cosas, lo cierto es que los europeos seguimos teniendo medicamentos relativamente innovadores gracias a la existencia de mercados libres en lugares como Estados Unidos, Suiza o el Reino Unido. Un alto responsable de la industria farmacéutica se ha atrevido a denunciar recientemente la evidente inmoralidad que se esconde detrás de esta perversión política del mercado al declarar que el intervencionismo de los gobiernos europeos está logrando desviar el coste de la investigación de sus pacientes a los pacientes americanos. Da miedo pensar qué ocurriría si Estados Unidos se sumasen a la política populista y coactiva de precios máximos.
Confiemos en que esto nunca llegue a suceder y en que, con el tiempo, los países que teatralizan la unidad europea se den cuenta de la inmoralidad y de los efectos perversos de sus controles de precios. Hasta entonces, los europeos harían bien en pensar y recordar continuamente que mientras que nuestros gobernantes ponen en peligro la vida de millones de individuos, los ciudadanos estadounidenses y sus mercados libres salvan día tras día la vida de muchas personas en el viejo continente.