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Armenios, genocidios y censuras

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Francia aprobará, previsiblemente, una ley que reconoce en aquella matanza un genocidio. Yo no soy partidario de que la política haga historia porque habitualmente esta última queda sacrificada a la primera. Pero en este caso comparto ese criterio. Los Jóvenes Turcos ejecutaron un plan de exterminio del pueblo armenio, una de las comunidades cristianas más antiguas del mundo, con un éxito que se cifró en millón y medio de personas. Por el objetivo (el exterminio de una comunidad), el método y el resultado, no merece otro calificativo que el de genocidio.

Pero la nueva ley francesa, que se someterá pronto a la consideración del Senado, no se queda ahí. Penalizará con hasta un año de cárcel o 45.000 euros de multa a quien niegue tal genocidio. La ley ya lo prevé contra los negacionistas de la Shoah. Yo siempre he considerado que la censura es un error moral y práctico. También con posiciones tan abrumadoramente falaces y miserablescomo el negacionismo. Si este es falso, que enseñe sus pobres armas frente a los inapelables recuentos de cadáveres, a los minuciosos relatos, cosidos a los hechos, de planes de exterminio aplicados con implacable sistemática. Una mentira tan burda no puede sobrevivir mucho tiempo en libertad. La censura, sin embargo, la protege. La expulsa de la crítica y le otorga un halo de malditismo y conspiración. La censura es su única salvación.

¿Cómo puede no entenderlo un autor como Bernard-Henri Lévy, que niega que la ley francesa sea liberticida? ¡Si su función consiste en acabar con la libertad de expresión de unos cuantos! Henri Lévy se basa en "el derechos que todos tenemos a no ser injuriados públicamente". Pero yo niego ese derecho. La injuria está en la mente de quien la sufre. Uno puede sentirse injuriado, o no, por cualquier afirmación de un tercero. Si reconocemos la injuria como delito, cualquiera puede decir sentirse injuriado por cualquier manifestación que no le guste. Y acabaríamos en la censura más absoluta.

Dice que esta historia "fue escrita, y bien escrita, hace mucho tiempo", por lo que debemos pensar que ya no cabe una línea más sobre ella. No está claro cómo puede temer que los "caprichos", "locuras", "artimañas" y "mentiras vertiginosas" de los "agitadores" podrían tener más peso que la labor de los historiadores. Y se desdice a sí mismo al aferrarse a una misteriosa "sabiduría de la representación nacional". Si esa sabiduría procede del recuento de votos, no necesitamos a los Bernard-Henry Lévy, nos vale con un Silvio Berlusconi cualquiera.

Dejemos de veras que los historiadores hagan su trabajo en libertad y no temamos a quienes quieren hacer política negando el pasado. A no ser, claro, que estén en el poder y se escuden en un Henri Lévy de turno para censurarnos.

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