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Así en España como en Venezuela

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Ese día la vicepresidenta De la Vega anunciaba nada menos que la nacionalización de los manantiales naturales de agua, convirtiendo en meras concesiones públicas por 60 años lo que era propiedad privada en toda regla. Es como si fuera a su casa y le dijera que a partir de ese momento pasa a ser del Estado, pero que no se preocupe, porque se la cede generosamente durante seis décadas.

Imagínense lo que supone este precedente. El Gobierno considera que un determinado tipo de recurso es “bien público” y que en consecuencia (como si una cosa implicara la otra) la hace suya. Puesto que no hay criterios objetivos para decir qué es un “bien público” y si los hubiera el Gobierno no se atendría a ellos (como es el caso del agua), el Ejecutivo puede declarar “bien público” a prácticamente cualquier cosa. Una vez dado ese paso, poniendo su decisión arbitraria como argumento, puede apropiárselo sin más. Es decir, que en cierto sentido la propiedad privada lo es hasta que el Gobierno decida todo lo contrario, prácticamente sin limitación alguna.

Es una decisión extraña, porque hay empresas que llevan más de cien años explotando privadamente sus fuentes de este mineral y distribuyéndolo a los consumidores de forma eficiente. ¿Qué necesidad hay de nacionalizarlas?

La función de la propiedad sobre la tierra o los recursos minerales es tan sencilla que es fácil olvidarse de ella o despreciarla, pero tiene una enorme importancia. Se trata de decidir cuál es el destino económico más conveniente, esto es: qué uso es el más adecuado, qué ritmo de extracción es necesario y qué precio refleja mejor el sentimiento del mercado.

Con la nacionalización de los manantiales nos acercamos un poco a Venezuela; a su calidad democrática y económica. Esperemos que el Gobierno no se sienta animado a lo Evo Morales, y no lleve la tentación nacionalizadora más lejos.

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