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Ayudas automovilísticas: otro ejemplo de captura del regulador

Publicado en El Confidencial

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El Gobierno —es decir, el conjunto de contribuyentes españoles— destinará 250 millones de euros a subvencionar la adquisición de vehículos menos contaminantes por parte de los españoles a lo largo de 2020: en concreto, los ciudadanos que adquieran un vehículo con etiqueta de emisiones ‘cero’ y con un precio de mercado de hasta 45.000 euros recibirán de la Administración —es decir, del conjunto de contribuyentes españoles— un monto de 4.000 euros que podría incrementarse hasta los 4.500 si el vehículo reemplazado tiene más de 20 años. En el caso de los vehículos ‘eco’ o con etiqueta de emisiones C con precios de hasta 35.000 euros, esas ayudas oscilarán entre 800 y 1.000 euros (que a su vez podrían incrementarse hasta 1.300 y 1.500 euros).

El doble objetivo del plan del Gobierno es, por un lado, reanimar la industria automovilística estimulando el volumen de sus ventas y, por otro, fomentar la renovación del parque nacional de vehículos en la dirección de una mayor sostenibilidad ecológica. En parte, pues, podría tratarse de una política pública bien orientada: si la adquisición de vehículos menos contaminantes generara externalidades medioambientales positivas que, al no ser tenidas en cuenta dentro del precio de los vehículos, condujeran a un volumen de ventas subóptimo, entonces la concesión de un subsidio estatal conseguiría matar dos pájaros de un tiro: reanimaría la industria del automóvil generando ganancias medioambientales para el conjunto de la sociedad. Pero ¿es previsible que el plan cumpla con ambos objetivos? Atendiendo a la experiencia de anteriores planes PIVE, no.

A la postre, tal como expusieron los economistas Juan Luis Jiménez, Jordi Perdiguero y Carmen García en su ‘paper’ ‘Evaluation of subsidies programs to sell green cars: Impact on prices, quantities and efficiency, el Plan 2000E —aprobado por el Gobierno de Zapatero en el año 2009— tuvo dos consecuencias que no resultan demasiado esperanzadoras para la implementación del presente plan: por un lado, los fabricantes de automóviles capturaron el 35% del subsidio ofrecido, de modo que los consumidores únicamente recibieron el 65%; por otro, el efecto neto del Plan 2000E sobre la venta de vehículos fue esencialmente cero, esto es, como mucho, los ciudadanos adelantaron la compra de vehículos que ya tenían pensado efectuar, pero a medio plazo no hubo más adquisiciones de las que habría habido sin el programa estatal.

Si estos efectos se reprodujeran ‘grosso modo’ en las actuales circunstancias, estaríamos ante un completo fiasco. El subsidio no conseguiría que los ciudadanos compraran un mayor número de vehículos no contaminantes (es decir, las externalidades medioambientales positivas serían lo que técnicamente se conoce como externalidades inframarginales: la internacionalización en el precio de los efectos externos no altera el comportamiento de los consumidores) y, por tanto, su único resultado sería el de una mera transferencia de renta a aquellos individuos que vayan a comprar un vehículo no contaminante así como a las propias automovilísticas. Y habida cuenta de que, además, no parece que las familias que piensen adquirir coches con precios de hasta 35.000 o 45.000 euros sean familias de renta baja o media-baja, nos encontraríamos ante una redistribución de la renta esencialmente regresiva: en términos netos, los contribuyentes más humildes entregarían parte de su sueldo a los contribuyentes más acaudalados con el pretexto de que estos últimos van a comprar un automóvil que igualmente habrían adquirido en ausencia de semejante subsidio.

¿Cómo es posible, entonces, que los distintos gobiernos españoles, con independencia de cuál haya sido su color político, mantengan este tipo de programas de nula eficacia neta y de impacto redistributivo regresivo, sin además evaluar subsiguientemente sus resultados? Pues porque, como ya hemos indicado, parte de ese regresivo subsidio termina siendo apropiado por las grandes compañías automovilísticas, las cuales —merced al mayor poder adquisitivo de los compradores— pueden encarecer el precio de sus vehículos o, más previsiblemente, rebajarlo menos de lo que tendrían que abaratarlo en las actuales circunstancias económicas. O expresado de otra manera: el subsidio estatal a la adquisición de vehículos es una política pública diseñada en beneficio de algunas grandes corporaciones con una notable capacidad de presionar e influir sobre nuestros gobernantes. Es un ejemplo claro de cómo el regulador es capturado por aquellos intereses privados que consiguen doblegar el intervencionismo estatal en su favor: un ejemplo más de por qué deberíamos incrementar los controles internos sobre el diseño de políticas públicas o, idealmente, reducir el ámbito de un intervencionismo estatal tan fácilmente pervertible y corrompible.

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