Podemos ha resucitado el discurso radical y catastrofista de hace un par de años: casta, oligarquía, élites, búnker, triple alianza, niños muriendo de hambre…
Los que hace un año pronosticaban convencidos que Podemos iba a transformarse en algo parecido al PSOE de la Transición tienen ahora que rendirse ante la evidencia. No, no son el PSOE de la Transición y, además, no quieren serlo. De haber entrado en el Gobierno quizá el sistema hubiese terminado domesticándolos como ha sucedido en muchos de los “ayuntamientos del cambio”, pero no ha sido así. Se han quedado en la puerta con 67 diputados y 21 senadores. Gobernar no pueden, impedir que Rajoy gobierne tampoco, pero sí que pueden mantener la llama del “asalto a los cielos” encendida tanto tiempo como su parroquia aguante. Y en ello están.
Las palabras que Iglesias dedicó a la feligresía podemita el pasado día de la Constitución a través de Twitter lo decían todo. Eran rupturistas al principio y lo son al final. Entre medias fingieron no serlo del todo porque los expertos les habían soplado que, aunque algo hartos, los españoles no estaban por la labor de derribarlo todo para que ellos pudiesen levantar encima su Camelot justiciero. Por ruptura hay que entender cepillarse la Constitución del 78, no reformarla, ojo, quitarla de en medio y sustituirla por otra cosa que, naturalmente, redactarían ellos y que, por lo tanto, estaría hecha a su medida.
Exactamente el mismo procedimiento que permitió a Hugo Chávez atornillarse al poder hasta el día de su muerte. Y atornillado seguiría de no haberla palmado tan joven. Pero para eso hace falta estar en el Gobierno y no con una mayoría cualquiera, sino con una lo suficientemente grande como para abrir al país en canal sin que se éste se queje. En España, además, hay otro inconveniente añadido: la monarquía. Esto no es una república presidencialista en la que basta con tomar la institución presidencial y, a partir de ahí, emplearla como palanca para lograr los cambios que se persiguen. Aquí la monarquía no se puede tomar. Se recibe por herencia y, aunque apenas tiene poderes reales, es el garante del statu quo, luego su beneficiario no está demasiado interesado en que unos iluminados hagan experimentos.
Para que el proyecto iglesio-errejonita culmine con éxito precisan deshacerse de esos dos estorbos: la Constitución y el Rey. Cambiando la primera, eso sí, pueden apartar al segundo. Pero fácil es decirlo y difícil hacerlo. En los últimos cien años ha habido tres cambios de régimen. En 1931 la República sucedió a la monarquía alfonsina. Lo hizo contra pronóstico y de un modo pacífico tras unas elecciones municipales. El Rey simplemente se marchó tratando de no hacer ruido. El segundo vino acompañado de una larga y sangrienta guerra civil cuyos ecos aún retumban. El tercero y último fue posible gracias a que las Cortes franquistas votaron voluntariamente su disolución hace exactamente cuarenta años.
Como puede verse solo hay dos maneras de hacer estas cosas, de mudar el régimen y dar la vuelta a la tortilla. Una es violentamente mediante un golpe de Estado, la otra es porque el régimen a sustituir tira la toalla y deja pasar al que está llamando a la puerta. Cabría una tercera, pero implica gradualismo y mano izquierda, que es precisamente de lo que Iglesias anda ayuno. Esa es la razón por la que ha resucitado el discurso radical y catastrofista de hace un par de años. Que si la casta, que si la oligarquía, que si las élites, que si el búnker, que si la triple alianza, que si los niños se mueren de hambre, que si la pobreza nos asfixia. Back to the roots, un regreso a esas esencias puras con las que el politburó de la Complu fantaseaba durante sus años formativos y que terminaron nutriendo el primer programa electoral de Podemos, aquel de las europeas que nadie tomó en serio hasta que fue demasiado tarde. Entonces, con el país machacado por la crisis, encontró muchos oídos dispuestos a escuchar. La cuestión es saber si esos oídos siguen ahí.