La policía política organizó miles de actos de repudio para castigar a los que deseaban marcharse. Les gritaban insultos, los apaleaban. En un par de casos, llegaron a matarlos. Así murió un profesor de inglés. Sus estudiantes, azuzados por los adultos del partido comunista, lo asesinaron a patadas en la cabeza.
Otra estampida de cubanos. Ocurre cada cierto tiempo. Un editorial de La Nación de Costa Rica describe con firmeza cómo reaccionó el gobierno de ese país: «Primer deber, proteger a las víctimas». Los ticos les otorgaron visas de tránsito y, como están varados en la frontera, rápidamente han construido albergues provisionales para alimentarlos y alojarlos.
¡Bravo! Eso es lo que hace una nación civilizada. No se trata de animales. Son algo más de 1.700 personas. No son delincuentes, como los motejó injustamente un diputado sandinista. Delincuentes son los militares y policías que aporrean inmigrantes desarmados y pacíficos. Son individuos y familias asustadas –niños, mujeres embarazadas–, casi todos jóvenes, que tratan de llegar por tierra a la frontera norteamericana tras recorrer miles de kilómetros desde Ecuador.
Tampoco van a quebrantar las normas del país al que marchan. En Estados Unidos les aguarda una ley favorable, promulgada hace 60 años, en medio de la Guerra Fría. Si llegan al territorio norteamericano los dotan de un parole provisional y luego les permitirán regularizar su situación en un año. Salieron de Cuba legalmente y vivirán en Estados Unidos legalmente. ¿Qué sentido tiene impedírselo?
Incluso esa medida que protege a los cubanos tiene una pedagógica utilidad marginal. Sirve para demostrar que la mejor manera de solucionar el problema de los indocumentados es arbitrar alguna fórmula que les permita estudiar, pagar impuestos, ser productivos e integrarse en la nación en la que viven. El notable éxito de los cubanos en Estados Unidos se debe, en cierta forma, a que pueden rehacer sus vidas rápidamente y luchar por conquistar el sueño americano.
El mismo editorial, con enojo y asombro, recrimina a las autoridades cubanas que no protejan a sus ciudadanos. Si 1.700 ticos, uruguayos, chilenos, españoles, o de cualquier país normal en el que el Estado esté al servicio del pueblo, se encuentran en la situación en que se hallan estos cubanos, el gobierno en cuestión hubiera tratado de protegerlos, el presidente habría mostrado públicamente su solidaridad y la cancillería hubiese asignado recursos para ayudarlos.
Cuba es diferente. La dictadura lleva 56 años humillando y maltratando a toda persona dispuesta a emigrar. Quien se marcha es un enemigo. Mientras en las naciones civilizadas hay instituciones dedicadas a auxiliar a los emigrantes, sin preguntarles las razones que tienen para ejercer el derecho a radicarse donde puedan y les plazca, en esa desdichada Isla el gobierno los saquea, los insulta, y los trata como traidores.
Así ha sido desde 1959, cuando en el aeropuerto quitaban a los adultos todo lo valioso que llevaban, incluidos los anillos de compromiso, hasta hoy, que el gobierno cubano pide al de Nicaragua que utilice mano dura para detener el flujo de los cubanos. Nada ha cambiado.
El uso del terror contra los emigrantes llegó al paroxismo en 1980, cuando el llamado Éxodo del Mariel, nombre del puerto por el que embarcaban. La policía política organizó miles de actos de repudio para castigar a los que deseaban marcharse. Les gritaban insultos, los apaleaban. En un par de casos, llegaron a matarlos. Así murió un profesor de inglés. Sus estudiantes, azuzados por los adultos del partido comunista, lo asesinaron a patadas en la cabeza.
En esa época yo vivía en España y di trabajo a un camarógrafo cubano de origen canario que sobrevivió a estas infamias. Había llegado a Madrid emocionalmente devastado. Cuando dijo que se iba del país, sus compañeros le colgaron un letrero en el cuello que decía «Soy un traidor», lo lanzaron al piso y tuvo que caminar de rodillas entre dos filas de personas que lo escupían y se mofaban de él.
El episodio del éxodo de Mariel (después hubo otros) se saldó con 130.000 nuevos exiliados, entre los que había un notable grupo de homosexuales obligados a emigrar, muchos de ellos valiosísimos artistas (como el excelente escritor Reinaldo Arenas), mezclados con locos, delincuentes y asesinos sacados de las cárceles para contaminar al grupo y demostrarque sólo las personas indeseables eran quienes no deseaban vivir en el paraíso comunista. Para ese gobierno homófobo, un asesino y un homosexual eran equivalentes.
Al margen de la tragedia humana por la que pasan estos emigrantes hoy protegidos por los ticos, cuanto acontece en Centroamérica sirve para entender por qué esa dictadura, pese a su intento de mostrar una cara reformista, sigue creyendo que los cubanos son esclavos sin derechos ni dignidad. Pura escoria, como suelen llamar a quienes, pese a todo, están dispuestos a cualquier sacrificio para no vivir en ese desaforado manicomio. Nada sustancial ha cambiado.