Si España sube el impuesto de sociedades al 50% y Portugal lo baja al 10%, tal vez muchas empresas españolas decidan trasladar su sede al país vecino y a nuestros mandatarios no les quede más remedio que recular en su idea inicial.
En un mundo y en una economía globalizada, la posibilidad de votar con los pies cada vez deviene más importante a la hora de controlar los excesos del poder político. Si no se pueden subir mucho los impuestos, probablemente tampoco se vayan a aumentar demasiado los gastos (aunque el PSOE ha demostrado en España que la irresponsabilidad política puede no conocer límites y que un gobierno suficientemente ideologizado y sectario puede recurrir a déficits del 10% con tal de no bajarse del burro). Por tanto, la competencia fiscal suele facilitar la existencia de Administraciones Públicas limitadas y su reverso, la armonización fiscal, suele convertirse en la receta para una expansión coordinada del poder del Estado.
Siendo así las cosas, ¿cómo es posible que en España los 17 mini-Estados autonómicos no hayan competido fiscalmente entre sí y merced a esa competencia hayan tenido que restringir un gasto público cada vez más desbocado? Simplemente porque en España, pese a las apariencias, no disfrutamos de una auténtica descentralización fiscal, sino de un perverso esquema que permita a las distintas autonomías desplumar de manera coordinada a los sufridos contribuyentes.
Básicamente, el Estado central calcula cuáles son las necesidades "objetivas" de gasto de las comunidades autónomas en las distintas competencias que les ha ido cediendo como educación o sanidad; ese cálculo se realiza atendiendo a distintos criterios, como la población, el territorio, la dispersión, la insularidad… Y con posterioridad, el Estado establece un mecanismo de ingresos con los que suplir ese gasto "objetivo".
Lo normal debería ser que cada comunidad autónoma sufragara sus gastos con los ingresos fiscales que obtiene, así actúan en última instancia los Estados y, de manera mucho más digna, las empresas privadas. Sin embargo, en la España de las autonomías esto no sucede. Sólo dos comunidades autónomas, según el sistema de financiación establecido en 2001, cubren sus necesidades de gasto con las figuras tributarias que se les han cedido: Madrid y Baleares. El resto de comunidades autónomas financian ese "déficit" con dinero que aporta la Administración central (esto es, todos los españoles con sus impuestos) a través del llamado "fondo de suficiencia".
Obviamente, se trata de un modelo que tiende a inflar el gasto público, ya que todas las comunidades pretenden que se les reconozcan mayores necesidades de gasto –sean reales o no– con tal de captar un mayor porcentaje de la tarta fiscal.
El nuevo modelo de financiación ideado por Solbes-Salgado sólo hace que profundizar en este perverso esquema: gaste tanto como quiera que entre todos le pagamos el resto. Básicamente, lo que persigue es incrementar las "necesidades de gasto" actualizando los parámetros por los que se determinan. Ese enorme incremento del gasto va a suplirse con una mayor cesión de impuestos (el 50% del IVA y el 58% del IRPF, entre otros) pero, sobre todo, con una asignación adicional por parte del Estado (a través de cuatro fondos determinados por distintos conceptos pero que no varían en la esencia redistribuidora antes expuesta) de 11.000 millones de euros, de los cuales más de un tercio irán destinados a Cataluña.
Sólo hay un problema: con los ingresos fiscales derrumbándose, esos 11.000 millones saldrán obviamente de emisiones de deuda por parte del Estado, es decir, de los impuestos futuros de todos los españoles, algo totalmente suicida en medio de la crisis actual. Así, el Estado central habilita a las comunidades autónomas a que despilfarren mucho más a costa de todos los españoles, de modo que los gobernantes autonómicos no respondan ante sus votantes-contribuyentes, sino que endosen el coste de sus ansias derrochadoras a los ciudadanos de otras regiones: barra libre contra el contribuyente.
Ante este grotesco esquema, las opciones parecen ser dos: o terminamos de una vez con la descentralización competencial y presupuestaria, de manera que sea el Estado central quien planifique la prestación de servicios (con o sin colaboración autonómica) y pague y cobre por ellos; o establecemos una auténtica descentralización competencial y presupuestaria, esto es, que las necesidades de gastos no sean estimadas ni objetivizadas y que sean sufragadas íntegramente por los impuestos de cada comunidad autónoma (de modo que los déficits se eliminen como siempre se eliminan los déficits: o aumentando impuestos o reduciendo el gasto, pero no pidiendo que sean el resto de regiones quienes abonen el importe).
Personalmente, prefiero la última opción, pues no resulta incompatible ni con la garantía de los derechos individuales (por ejemplo en el ámbito educativo) y además permite que los españoles huyan de aquellas comunidades autónomas más manirrotas y voraces; hoy no tienen escapatoria, porque al final son el conjunto de los españoles quienes pagan el gasto descentralizado de cada taifa.
Sin embargo, más importante que planificar un sistema adecuado para financiar el Estado es reducirlo a una mínima expresión. Ningún sistema recaudatorio, en tanto coactivo, será perfecto y satisfará las necesidades de todos. Ahora bien, si los errores de planificación de ese sistema impositivo se dieran con tamaños moderados del Estado, sus consecuencias nocivas serían bastante imperceptibles. Hoy, con unas Administraciones Públicas que suponen entre el 40% y el 50% de toda la economía, cualquier error de bulto es fatal. Por desgracia, con el nivel intelectual de nuestra clase política, estamos condenados a vivir instalados en esa fatalidad.