En el libre mercado cada persona es remunerada según su capacidad para servir las necesidades ajenas. Cuanto más diligente sea un individuo en satisfacer a los consumidores mayor será su recompensa y, por consiguiente, sus posibilidades de consumir o invertir. El problema surge cuando un sujeto quiere obtener más riqueza de la que ha creado. Aunque el ser humano sólo conoce un método para ello: apropiarse de lo ajeno, tenemos a nuestra disposición dos nombres distintos para describirlo: robo y subvención.
La diferencia fundamental entre ambos es que la subvención es una apropiación canalizada por el Estado. Es un método mucho más limpio, cómodo y efectivo: en lugar de utilizar la pistola y el pasamontañas, basta tomar unas copas con el ministro de turno para que dé salida a la pertinente partida presupuestaria.
La industria corporativa del cine español, esa amalgama de aburguesados vividores cuyos referentes morales son Ho Chi Min, el Che y otros genocidas varios, hace tiempo que ha optado por chupar del bote de la subvención. Incapaces de hacer películas que agraden a los españoles, se han resignado a vender sus productos caducados a los políticos.
De nuevo, el Estado es utilizado en contra de la mayoría para beneficio de una elite bandolera que se considera moral e intelectualmente superior. Poco les importa que la mayoría de los españoles queramos disfrutar de muchas películas yanquis y que prefiramos guardarnos los seis euros en el bolsillo antes que ver el último bodrio del cine nacional. Su propuesta de Ley del Cine supone una apuesta decidida por atacar, manejar y controlar las decisiones libres de los españoles.
Pretenden encarecer los costes del doblaje y las entradas de cine. Dado que no pueden competir con el cine yanqui, desean destruirlo. No respetan nuestros gustos, son tan intolerantes como sus líderes intelectuales: su único interés es dar rienda suelta a su desatada codicia, enriquecerse a toda costa; a nuestra costa.
De ahí que sea necesario darles donde más les duele: en la cartera. Podrán robarnos el dinero, podrán obligarnos a pagar más por ver las películas que realmente queremos ver, podrán aliarse con los políticos para conseguir por la fuerza lo que no logran con su (escaso) talento, pero de momento no podrán forzarnos a engrosar sus escuálidas cifras de audiencia.
Mi propuesta es simple y llana: un boicot total al cine español mientras no se retire esta propuesta o mientras los participantes en las películas afectadas no retiren su apoyo a tales medidas.
El boicot es uno de los instrumentos pacíficos que las sociedades libres tienen para repeler los comportamientos ajenos que consideran inapropiados. En este caso no se trata ya de una conducta "desagradable", sino de un ataque frontal a nuestra libertad.
El boicot, por tanto, no sería sólo una reacción más que comprensible ante sus maniobras ofensivas, sino un instrumento digno contra su corrupta utilización del poder político. Frente a su cobro coactivo debe estar nuestro rechazo voluntario a sus películas.
Es cierto que muy probablemente ningún cineasta vaya a cambiar su lucrativa postura por el hecho de perder unos pocos espectadores. Pero cometeríamos un gran error si creyéramos que esto supone un fracaso del boicot. No. El boicot triunfará cada vez que un individuo decida no pagar en el cine por ver una película de esta panda, cada vez que dejemos de concederles el más mínimo respeto como artistas –y pasemos a considerarles como lo que son: unos parásitos del sistema político– y cada vez que sus cifras de audiencia pierdan un espectador. Estos hechos en sí mismos ya representarían el triunfo del boicot; nuestro triunfo frente a sus artimañas y exacciones.
Si son incapaces de respetarnos –de aceptar nuestras decisiones y nuestras preferencias–, que no nos pidan que vayamos a ver sus películas. No queremos ser cornudos y apaleados.