Llegó con pocas ideas, aunque bastante firmes. Había observado, en primera línea, cómo la traición de su padre al sistema fiscal que había heredado de Reagan, más las circunstancias económicas del momento, arruinaron una reelección que nadie hubiera puesto en duda. Él no iba a cometer el mismo error. Reduciría los impuestos, ayudaría a crear riqueza y se ganaría en gran parte su reelección.
La historia nunca se puede escribir de antemano, y el doloroso descubrimiento en septiembre de 2001 de que el primer problema del mundo procede del Islam cambió muchas cosas. No la decisión de George W. Bush de rebajar los impuestos, que como cabía esperar ha resultado en un notable éxito. Pero la ambición del presidente parecía ir más allá. No se conformaba con una rebaja de tipos y lo que quería era una auténtica reforma fiscal, como la que introdujo Ronald Reagan en 1986, que redujo el número de tramos de 14 a dos (del 15 y del 28 por ciento) y eliminó multitud de desgravaciones. Desde entonces se han hecho no menos de 15.000 cambios en el sistema fiscal, que gracias a la influencia de los lobbies en la Administración lo han vuelto a hacer extremadamente complejo, con dos sistemas alternativos (el segundo, de siglas ATM, ha de ser elegido si por el cálculo sale una mayor contribución), con deducciones, exenciones, y mil complicaciones añadidas. El sistema es tan complejo que los americanos dedican un 1 por ciento del PIB a cumplimentar sus impuestos.
Un tipo marginal único que ronde el 25 por ciento, que recaiga solo en el consumo y sin deducciones sería suficiente incluso para financiar el enorme gasto público que está gestionando la Administración Bush. Dejar de gravar el ahorro y la inversión elevaría el valor actual de los activos en un 9 por ciento, según una reciente investigación. Y simplemente dejar imponer las nuevas inversiones elevaría el PIB del 5 al 7 por ciento.
Para operar su reforma, George W. Bush ha creado un comité de expertos. Error descomunal. Los técnicos han dado lugar a dos reformas que dejan atrás las peores perspectivas. Una de ellas es notablemente peor que la de Reagan de 1986, con cuatro tramos y un tipo máximo del 33 por ciento, sólo dos puntos menos que el actual, del 35. Aunque las dos propuestas están bien encaminadas, ya que se acercan a una imposición del consumo y no en la del ingreso, y simplifican notablemente el sistema actual, lo que proponen es aún demasiado complejo.
El error consiste en que no necesita de un comité. Le bastaba con tomar la decisión política de adoptar un sistema de tipo marginal único como el que se está extendiendo por Europa y otras partes del mundo, que grave el consumo, evite la doble imposición y no actúe sobre el ahorro y la inversión. No lo ha hecho, y las dos propuestas del comité no se dirigen por esa vía. Ahora tendrá que renunciar a su intención de realizar una auténtica reforma, o despreciar vergonzantemente las recomendaciones del comité que él mismo ha creado. El sistema fiscal actual, tanto en los Estados Unidos como en los países desarrollados, no tiene ninguna relación con la lógica económica o incluso con la recaudatoria. Está elaborado desde los intereses de la Administración y los de grupos especiales fuertemente organizados, que tienen el poder de influir en los políticos y en la burocracia. Por ese motivo, todo lo que no sea una decisión personal del presidente de cambiar radicalmente el sistema está llamado a ser un fracaso o como mucho un éxito efímero.