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Caridad privada y cicatería estatal

Publicado en Libertad Digital

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La mayoría de la gente cree que el Estado es una especie de mando militar que dirige y controla su campamento castrense, esto es, la sociedad. Existe, en ese sentido, una disyuntiva entre libertad y orden: a mayor coacción estatal, menor libertad pero más orden; a menor coacción estatal, mayor libertad pero menos orden.

En circunstancias normales se asume que hay que buscar un equilibrio entre orden y libertad: los individuos deben disponer de su esfera de libertad dentro de las regulaciones estatales. Sin embargo, en momentos excepcionales, como una catástrofe natural, la necesidad por reestablecer el orden aconseja incrementar la coacción a costa de la libertad.

El problema es que, como ya descubrieran liberales tan insignes como Friedrich Augustus von Hayek, el orden no puede ser construido de manera racional y cartesiana: debe emerger, de manera natural y espontánea, de la interacción humana. Precisamente en los momentos catastróficos, donde los mecanismos de coordinación habituales se resquebrajan, el Estado se hace especialmente prescindible.

Los esfuerzos por crear mediante la fuerza un nuevo orden sólo traen el caos y retrasan la emergencia del orden deseado. Los mandatos estatales introducen un ruido que distorsiona el comportamiento de los individuos y los induce a cometer errores innecesarios. Al desastre natural se le suma el Estado desastroso, y la calamidad está asegurada.

Un ejemplo gráfico de esta sucesión de eventos lo encontramos en la tragedia del tsunami asiático, cuando todos los gobiernos del mundo coordinaron sus políticas para tratar de minimizar el daño sufrido por las víctimas. Un año después, conviene hacer un balance de las mentiras intervencionistas, que agravaron la situación desesperada de los afectados y que estos días se están poniendo de manifiesto.

La caridad privada no es suficiente

Una de las justificaciones más recurrentes del Estado es su función redistributiva. Sin un Estado que garantizara la "igualdad de oportunidades", los pobres serían cada vez más pobres y los ricos cada vez más ricos. Se trata de una monserga que, no por mucho repetirla, resulta menos falaz.

A diferencia de lo que creen los socialistas, no hay pobres porque existan ricos; la riqueza de José no es causa de la pobreza de Miguel. Lo cierto es que existen personas pobres porque el Estado les impide enriquecerse; su tremenda maquinaria burocrática bloquea la búsqueda y creación de nuevas oportunidades (pensemos simplemente en el salario mínimo, una regulación que, de facto, supone la expulsión del mercado laboral de los individuos más desfavorecidos).

La cantinela redistribucionista se acentúa después de un desastre natural. Toda la izquierda planetaria presiona a los distintos gobiernos para que atraquen a sus contribuyentes y donen sumas ingentes de dinero a los países afectados: sólo los Estados son capaces de acaparar semejantes cantidades de recursos en tan poco tiempo.

El argumento no tiene ningún sentido; de entrada, podemos hacer tres críticas. La primera es que el robo fiscal sigue sin quedar justificado, a pesar del pretendido destino del dinero. Las buenas intenciones no purifican un expolio viciado de origen; el fin no justifica los medios, por muy urgente y apremiante que pueda parecer ese fin.

La segunda es que la gestión estatal de la caridad provoca una serie de distorsiones notorias: al no depender la recaudación de las aportaciones voluntarias de los individuos, el Estado no tiene por qué ser diligente a la hora de gastar los fondos incautados.

Si los individuos, por el contrario, entregaran libremente el dinero a empresas u ONG, las distintas compañías tendrían que competir entre ellas para gestionar mejor los fondos, reduciendo los costes o las comisiones y eliminando los proyectos superfluos e innecesarios. Cada individuo sabría el dinero que ha donado, y querría conocer en qué se ha gastado. Las empresas que peor gestionaran la caridad irían desapareciendo, en un proceso competitivo destinado a mejorar tanto la eficiencia como la ayuda a los más necesitados.

Es obvio que esto no sucede en el caso del Estado, que sólo tiene que utilizar la fuerza y recaudar impuestos para conseguir los fondos. No importa si no son usados correctamente: el ciudadano no es propietario de su dinero, por lo que no puede controlarlo y entregárselo a otros gestores más eficientes.

La tercera y más demoledora crítica es que el argumento no es cierto. No existe ningún impedimento que impida a los ciudadanos ser más caritativos que sus estados. Es más, en todo caso, cabría decir que la redistribución pública tiende a desalentar la caridad privada.

Las razones son sencillas de entender. Si el Estado nos quita el 50% de nuestra renta, el margen para ser solidarios disminuye. Por otra parte, si nos creemos que el Estado realmente cumple el objetivo de ayudar a los pobres, si funciona tan correctamente como para erradicar las desigualdades y la miseria, ¿para qué vamos a entregar más dinero a unos pobres inexistentes? ¡Eso es tarea del Estado! Tarea que, además, realiza muy eficazmente. El problema, en todo caso, no estará en el Estado, sino en que ha recaudado demasiado poco.

La ilusión de un sector público eficiente que los socialistas nos venden sólo sirve para que la gente no se tome en serio la necesidad de ayudar a los demás cuando suceden desastres como el del tsunami. Sin embargo, en este caso, cuando los políticos reconocieron su incapacidad para atender a todas las víctimas con los recursos públicos, la caridad privada se disparó y llegó a doblar la cuantía que habían entregado los gobiernos de todo el mundo.

Tal fue el alud de caridad privada y voluntaria que, tan sólo un mes después de la catástrofe, la Cruz Roja tuvo que hacer un llamamiento público para que la gente dejara de enviar dinero con destino al sureste asiático. "Ya tenemos bastantes fondos para planificar nuestra respuesta y cumplir los programas de los próximos diez años", llegaron a decir. ¿Realmente podemos creernos el cuento de que sin Estado no habría caridad?

El colmo de las ineficiencias y de las mentiras fue destapado hace unos días: la gran mayoría de los gobiernos, empezando por EEUU y Europa, todavía no han entregado ni la mitad del dinero prometido. Estas cifras contrastan con las del sector privado, que ha desembolsado la práctica totalidad del dinero adeudado.

Obras son amores y no buenas razones; en este caso, el simple amor al prójimo debería dejar claro que cada vez quedan menos razones para justificar la existencia del sector público.

Impulsar el orden

Si los gobiernos occidentales actuaron de manera torpe y errática en el caso del tsunami, los estados de los países afectados no son menos responsables en la magnitud de la tragedia y de sus consecuencias.

De entrada, son los causantes más inmediatos del subdesarrollo de sus ciudadanos. Si bien es cierto que Asia está experimentado en los últimos años un crecimiento económico notable –paralelo al incremento de su libertad–, la pobreza que subsiste en esos países sigue teniendo como causa la falta de seguridad jurídica y la desprotección de la propiedad privada resultante de un intervencionismo feroz.

Una mayor riqueza permite construir edificios más sólidos y resistentes, así como la rápida provisión de vacunas y víveres después de la catástrofe. Es cierto que muchos socialistas niegan que la riqueza sirva para protegernos del azote de la naturaleza, pero, en ese caso, ¿por qué motivo instaban a los gobiernos occidentales a enviar grandes sumas de dinero? Si la riqueza es inútil, ¿qué sentido tiene redistribuirla?

En el fondo, todo el mundo se ve obligado a reconocer que a mayor riqueza, mayor capacidad para capear la adversidad. Los estados asiáticos, en tanto han reprimido históricamente la función empresarial, son responsables de la falta de desarrollo de los habitantes de esas regiones (falta de desarrollo que los desprotegió frente al tsunami).

Hace pocas semanas nos enteramos de que el 80% de los afectados por el tsunami siguen sin tener una vivienda; no por falta de dinero, sino por las obstrucciones políticas a su construcción. Los gobiernos de esos países no han asignado todavía las tierras donde pueden construirse los edificios, por lo que el dinero recaudado por las ONG de todo el mundo aún no ha podido ser empleado.

Las regulaciones burocráticas de esos estados han paralizado el proceso creador que caracteriza al capitalismo. No sólo se ha empobrecido a los habitantes de la zona, sino que se ha impedido la inversión de las ayudas recaudadas hace un año. ¿Alguien puede extrañarse de que esas sociedades continúen sumidas en la pobreza? ¿Qué empresario va a poder o querer invertir en unos países donde los gobiernos han bloqueado durante más de un año la reconstrucción de viviendas para los afectados por una tragedia de semejante intensidad?

Conclusión

Los gobiernos son incapaces de solucionar los problemas de los individuos. Su conocimiento fraccionario y su comportamiento despótico impiden la colaboración pacífica entre las personas.

El caso del tsunami de 2004 ha sido, desgraciadamente, paradigmático. La ayuda privada no sólo ha desbancado a la pública, además se ha abonado mucho antes. Por su parte, la deliberada acción política de los estados surasiáticos, lejos de favorecer la coordinación entre los individuos, ha impedido que el 80% de las víctimas disponga de un hogar.

Cuando el Gobierno interviene en la economía podemos ver el resultado de sus acciones, pero la mayoría de las veces somos incapaces de comprender todos los efectos invisibles de su devastadora política. Por lo pronto, sabemos que más Gobierno ha significado menor ayuda privada, más pobreza y menos viviendas para el sureste asiático. Pero eso es sólo la punta visible del iceberg: ¿cuántos propósitos habrán dejado de cumplirse por una coacción estatal que sólo ha traído caos y descoordinación?

Parafraseando al gran liberal Ludwig von Mises, podríamos decir que los estados no pueden crear el orden, pero sí destruirlo. El sureste asiático sigue siendo una vergonzante prueba de ello.

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