La enseñanza en España es un completo desastre. Y no es una apreciación individual, sino un hecho objetivo. Los datos de los sucesivos informes PISA que miden la calidad educativa en todo el mundo son concluyentes. España va a la cola en casi todos los apartados del informe, especialmente en los tocantes a ciencias y matemáticas, en el que se sitúa muy por debajo de la media de los países de la OCDE.
Nuestros niños y jóvenes reciben una pésima educación a pesar de que el presupuesto dedicado a este capitulo no hace sino aumentar. Hoy hay más y mejores escuelas que en cualquier otro momento de nuestra historia. El profesorado es numeroso, está bien remunerado y el oficio de enseñar disfruta del prestigio social que antaño no tuvo. Los medios técnicos de los que dispone el sistema educativo nada tienen que envidiar a los de los países más ricos del mundo.
Las escuelas españolas tienen aulas amplias con calefacción. Desde hace más de una década no existe masificación porque han coincidido dos circunstancias que habitualmente no se dan; a saber, prosperidad económica y bajos índices de natalidad. Esto ha repercutido en altísimas inversiones por alumno, inéditas desde que se creo la instrucción pública en España hace algo más de siglo y medio. El colegio público medio tiene campos deportivos, gimnasio, aulas dedicadas a la informática, laboratorios, cursos de idiomas y otras instalaciones y servicios que, hasta hace no mucho, eran patrimonio de la educación privada.
Aquí aparece la paradoja. Mientras la inversión en educación describe una curva ascendente, la calidad desciende en la misma proporción. ¿Por qué sucede esto? Básicamente por dos razones de fondo. La primera, de sobra conocida, es la aplicación de un modelo educativo anclado en la mediocridad, que penaliza el mérito y rechaza la disciplina. La segunda es una cuestión de titularidad. La enseñanza pública en España es eso mismo: pública, es decir, forma parte orgánica del Estado, que, aparte de financiarla con cargo al erario, se encarga de gestionarla.
Los colegios en España son, como los ministerios, propiedad del Estado. El profesorado y el personal de administración y servicios son funcionarios. A los ciudadanos nos toca un colegio por zona de residencia y hemos de escolarizar a la fuerza a nuestros hijos en él. Aunque todos pagamos la infraestructura y las nóminas mediante impuestos, la libertad de elección y el control sobre la educación es nulo. El Estado mediante las Comunidades Autónomas, a las que están transferidas las competencias, hace y deshace a su antojo ofreciendo un plato único, generalmente indigesto, oneroso para los bolsillos del contribuyente y, de propina, muy ideologizado.
El resultado está a la vista. Desde la administración insisten, además, que, aunque mejorable, no existe otra opción. O esto o caer en la insondable sima de la liberalización educativa, lo cual implicaría, según ellos, un verdadero drama escolar. Las familias de menos recursos sacarían a sus hijos de los colegios y los pondrían a trabajar. Se pondría fin a la igualdad de oportunidades y España volvería a los tiempos bárbaros en los que apenas un décimo de la población sabía leer y escribir.
Ante un panorama tan sombrío todos tragan y nadie piensa. O casi nadie. Thomas Paine ya propuso a finales del siglo XVIII un sistema mediante el cual el coste educativo corriese a cargo del Estado, pero fuesen los padres quienes decidiesen a qué escuela llevar a sus hijos. Entre uno y otros mediaría un cheque que, anualmente, el Gobierno enviase a cada hogar para cubrir la factura del colegio. Esta idea de Paine se debatió en Francia a finales del siglo XIX sin grandes resultados. Los estatistas, temerosos de privar al Leviatán de una de sus mejores herramientas de adoctrinamiento, frenaron la iniciativa.
Un siglo después el economista Milton Friedman recuperó la idea ante el abandono de la enseñanza pública por parte de los gobernantes. Los contribuyentes seguirían financiando la educación, pero ésta no sería un apéndice estatal, sino que, tanto la titularidad como la gestión correspondería a agentes privados especializados en ofrecer este tipo de servicio. Ante la avalancha de críticas Friedman arguyó que, precisamente porque le preocupaba la educación pública y universal, era vital encontrar un sistema que mejorase su eficacia y garantizase la calidad.
En cuestiones de eficiencia, satisfacción del cliente y calidad ningún monopolio puede medirse con la libre concurrencia de actores que acuden al mercado con la intención de ganarse el favor de los consumidores. Esto es así en todos los sectores de la economía y mucho más en proveedores de bienes y servicios básicos como la alimentación, el vestido o la educación. Nuestro ordenamiento jurídico afirma que recibir una formación académica básica es un derecho que debe ser garantizado por el Estado. Eso, claro, no significa que tenga que ser el mismo Estado el encargado de suministrar esa formación. Y es aquí donde el cheque entra en juego.
Como en otras actividades, el Gobierno se limitaría a fijar el marco legal y efectuar las inspecciones oportunas. Los jueces, por su parte, arbitrarían los conflictos y observarían el cumplimiento de los contratos entre ambas partes. Resumiendo, lo mismo que sucede, sin ir más lejos, en el mercado de los alimentos, con la diferencia de que éstos no se pagan con dinero del contribuyente a pesar de que son infinitamente más necesarios para vivir que la enseñanza.
La familias recibirían un cheque que atendería la totalidad de los gastos escolares del curso. Ese cheque podrían gastarlo en el colegio que quisiesen. Así de simple. Las ventajas serían muy numerosas. En el sistema escolar público habría, por vez primera, sanísima competencia entre colegios. Esto haría aumentar la oferta educativa en función de una demanda que, en el caso de la educación, se ha demostrado variadísima. Los padres tendrían donde elegir y se acabarían de golpe interminables conflictos como el del laicismo, los derivados de la lengua vehicular o el de la selección de contenidos.
Habría colegios muy religiosos y otros que no lo serían en absoluto. Colegios especializados en las artes y otros en disciplinas como las ciencias o las humanidades. Habría, por último, colegios normales, equilibrados en todo y sin asomo de excesos ideológicos o académicos. La cantidad de unos y otros la fijaría la mayor democracia de la historia, que es y seguirá siendo el orden espontáneo emanado del libre mercado, donde, de forma pacífica, convergen voluntades coordinando la sociedad como ningún otro sistema basado en la coacción ha conseguido jamás.
La calidad de la educación variaría de un centro a otro, pero subiría ostensiblemente respecto al modelo centralizado y estatal que padecemos actualmente. El mercado premia y fomenta la excelencia. El profesorado malo sería, como la mala moneda o el café de achicoria, retirado paulatinamente del mercado educativo. El buen profesor sería promocionado. La razón es fácil de entender. Ningún padre quiere que su hijo sea un zoquete iletrado. Muy al contrario, los primeros interesados en la exigencia escolar y la disciplina suelen ser los padres. Con el cheque en la mano podrían escoger entre la lenidad logsiana de la nueva pedagogía, actualmente de curso forzoso, y escuelas donde los aprobados generales no fuesen moneda corriente.
Los amigos de lo público estarían de enhorabuena. Salvo alguna excepción atada al estatus, desaparecerían definitivamente los colegios privados. Todos lo serían. El Gobierno no tendría que asignar cantidades siempre crecientes para mantener el gravoso, conflictivo e hipersindicalizado mamotreto educativo. Serían los empresarios del sector los que, asignando recursos y factores, se encargasen de esa menudencia.
Todos ganaríamos. Entonces, ¿por qué no se adopta el cheque escolar? Probablemente porque sean demasiados los intereses que se amontonan sobre la enseñanza. El Estado no quiere prescindir de algo tan ideológicamente útil que, además, le proporciona una generosa clientela reacia a exponerse al veredicto de la libre elección. De ahí que sea un tema tabú y a quien se atreve a tocarlo le caen dicterios por doquier. Es, utilizando un símil educativo, una asignatura pendiente que tal vez nunca podamos aprobar.